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Mons. Gregorio Rosa Chávez, Cardenal de la Iglesia

Luis Armando González

La gran buena nueva de estos días es el nombramiento, por parte del papa Francisco, de Mons. Gregorio Rosa Chávez como Cardenal de la Iglesia. Se trata, sin duda, de un hecho histórico, cuyo significado es rico y múltiple pues no solo es un asunto eclesial, sino que atañe a la sociedad salvadoreña, incluidos los poderes públicos y el poder económico, y sus vínculos con la Iglesia. También tiene implicaciones hacia fuera del país, en específico en los vínculos eclesiales con el Vaticano, pero también, más en general, en la proyección de El Salvador hacia el mundo.

Para quienes conocen la historia de El Salvador y el papel de la Iglesia en ella, así como para quienes saben del giro extraordinario que el papa Francisco está imprimiendo en la Iglesia de Roma, no es motivo de extrañeza el otorgamiento de la investidura cardenalicia a Mons. Rosa Chávez.

Que se ha tratado de algo sorpresivo para quienes vivimos fuera de la dinámica eclesial, por supuesto que sí.

Pero no se trata de algo falto de sentido y de lógica, dado el espíritu de compromiso social que anima al papa Francisco y dada la trayectoria personal, eclesial y social de Mons. Rosa Chávez.

Destacamos en primer lugar la dimensión personal de Mons. Rosa Chávez, porque usualmente, ante acontecimientos de envergadura como el que nos ocupa, se pasa de largo algo que es esencial y punto de partida para las grandes acciones y las grandes obras: la dimensión personal. Y en Mons. Gregorio Rosa Chávez cuentan de manera decisiva sus rasgos de carácter que son, en efecto, grandes virtudes humanas. Prudencia, tacto, comprensión, espíritu fraterno y de paz, caridad, compromiso con el bien común, lucidez, cordialidad, sencillez, cercanía con la gente…, esas y otras son las cualidades por las que destaca este hombre de Iglesia, querido y apreciado por miles de personas en El Salvador y en América Latina.

En la lista de cualidades aparece primero la prudencia y al final la cercanía con la gente, como dos puntos conectados entre sí por la gama de virtudes que los complementan y enriquecen.

Así, lo anterior se puede resumir diciendo que Mons. Rosa Chávez es un hombre de grandes virtudes, las cuales van a contracorriente con muchos de los valores predominantes en el país. Hablamos, pues, de un ser humano excepcional que humaniza cuanto le rodea.

A sus extraordinarias virtudes se añade un conocimiento profundo de la historia del país y de su sociedad, su economía, su política y su cultura. No desconoce en lo absoluto los abusos, las exclusiones y la violencia que han tejido la historia nacional y que derivaron en el pasado reciente en conflictos políticos y en una guerra civil. La Iglesia no fue ajena a esos conflictos y violencia, poniendo su cuota de sangre y sufrimiento –Rutilio Grande, Mons. Oscar Arnulfo Romero, las monjas estadounidenses, Octavio Ortiz, Alfonso Navarro, solo por mencionar algunos ejemplos— en unas décadas en las cuales todo parecía sombrío y sin esperanza en El Salvador.

Su conocimiento del país, sus conflictos, sus desigualdades y exclusiones, no solo es teórico, sino que se nutre de vivencias y experiencias que han dejado huella en su carácter y en su labor pastoral. Definitivamente, Mons. Rosa Chávez no es ni manipulable ni sobornable por los poderes fácticos. Tampoco es alguien a quien asuste, o esté dispuesto a doblegarse ante el poder de quienes, haciendo alarde de su poder y su prepotencia, mandaron a asesinar a Mons. Oscar A. Romero y a los jesuitas de la UCA, y persiguieron a la Iglesia a lo largo y ancho del territorio nacional.

Porque, precisamente, los enemigos de la justicia en el país tienen ante ellos a un digno heredero y continuador del legado no solo de Mons. Romero, sino también de Mons. Rivera Damas y de Mons. Luis Chávez y González.

Con matices y acentos propios, cada uno de estos líderes religiosos –porque eso fueron, y no solo jerarcas de la Iglesia— dio concreción al compromiso social de la Iglesia en circunstancias complejas para El Salvador, las cuales exigían de ellos lucidez, valentía y una fe intensa. A esa estirpe pertenece Mons. Gregorio Rosa Chávez.

Afirmar lo anterior no es poca cosa. Y es que en esas figuras eclesiales se hizo presente, en  nuestra realidad, lo mejor de la tradición cristiana en materia de compromiso decidido con los pobres y oprimidos. Mons. Rosa Chávez es, hay que insistir en ello, su heredero y continuador, en unas circunstancias históricas particulares, con sus propios problemas y sus propios desafíos.

A lo largo de su trayectoria como pastor, ha dado muestras suficientes de su fidelidad a una Iglesia encarnada en la realidad histórica. Acumula una experiencia personal fraguada al calor de situaciones de enorme densidad histórica y política –dentro y fuera de la Iglesia— ante las que supo tomar una posición a tono con el Evangelio y a tono con las exigencias de la justicia.

Ha sido testigo y partícipe del gran golpe que supuso para la Iglesia el asesinato de Mons. Romero y el fallecimiento de Mons. Rivera Damas. Vino después un cambio eclesial que por muchos motivos dio pie a pensar que el rumbo de compromiso con la  justicia de pronto no era tan claro y firme. Hasta antes del papa Francisco, los vientos que soplaban desde Roma no eran los mejores para seguir apuntalando un quehacer eclesial que siguiera los pasos de Mons. Romero y Mons. Rivera Damas. Internamente, tampoco lo era el conservadurismo y el infantilismo religiosos que cobraron vigencia con la venia y las simpatías de una derecha que hegemonizaba la política y la economía, y que proyectó –desde sus medios de comunicación– un consumismo conservador en la cultura nacional.

Sin embargo, aprovechando con sabiduría, prudencia y paciencia los pocos espacios existentes para mantener viva la fe de Mons. Romero y Mons. Rivera Damas, ahí estaba –ahí ha estado— Mons. Rosa Chávez.

Dando una palabra de aliento, emitiendo un juicio crítico sobre los problemas nacionales, manteniendo vivo el mensaje de compromiso de una Iglesia cambiante y a veces poco lúcida, siendo referente de prudencia, moderación, reconciliación y paz… ahí ha estado Mons. Rosa Chávez en estas últimas tres décadas.

Acompañando al pueblo salvadoreño en las encrucijadas, políticas, económicas y sociales de postguerra, Mons. Rosa Chávez se convirtió en el referente de justicia más importante de la Iglesia católica en el país. Como tal, se convirtió en lo que es hoy por hoy: un referente moral y espiritual en quien se condensa lo mejor de una tradición eclesial en materia de compromiso por la fe y la justicia.

Su nombramiento como Cardenal de la Iglesia honra su talante personal, sin duda alguna. Honra también a la Iglesia, en esta vertiente suya de compromiso con la fe y la justicia. Finalmente, honra también a esos miles y miles de mártires populares cuya sangre se mezcló con la sangre de sacerdotes, monjas y delegados de la palabra en unas décadas –las de los años setenta, ochenta y principios de lo noventa— marcadas por la persecusión, el terror y el asesinato de inocentes a manos de escuadrones de la muerte, cuerpos de seguridad y ejército.

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