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Mis cuentos, mis demonios: la cultura del diablo (1)

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He de confesar –aunque sé que seré excomulgado, viagra de oficio, cheap por la Real Academia de los Libros Usados y sé, también, que me será quitada la membresía del circo de los Hermanos Flores Maza- que cuando más he contado la verdad de verdad (la verdad personal que para mí es una verdad sociológica y mundana que fue predestinada por el hecho de haber nacido en la Avenida Juan Bertis, de Ciudad Delgado) es cuando he escrito y descrito las ficciones y delirios y temores y demonios del pueblo (la cultura del diablo de la que habló el Dr. José Humberto Velásquez), esos espantos cotidianos que él, con paciencia de santo, ha enterrado en el vientre de su imaginario social para que su identidad sociocultural sea insondable e indescifrable y, así, no sentirse frágil ni saberse penetrado por los otros que, en el fondo lo sabe, no forman parte de su “nosotros”.

Y he de confesar que donde más he escrito sobre la verdad verdadera, la verdad del imaginario que tiene objetos enterrados, la verdad social e individual que, como ficción objetiva, suplanta a su cotidianidad para que ésta no sea tan cruel…. es en mis cuentos y en mis artículos periodísticos. Claro que los eruditos de escritorio siempre terminan increpando que: ¿qué es eso? Y entonces el recuerdo del Dr. Velásquez –el partero empírico de la cultura del diablo del salvadoreño- viene a mí para tratar de consolarme con el argumento fulminante de que la ficción es una realidad por realizarse.

Hoy (al menos en la comunidad de pregoneros empíricos de las ciencias sociales que estuvo atada orgánicamente a la guerra civil o al pensamiento crítico del diablo, quienes somos, por cierto, una especie de exiliados en el propio país) nadie discute que: nuestros modos de ser gente y ser ciudadanos; las formas socioculturales como nos relacionamos con nosotros mismos y con nuestros gemelos sociales; nuestros deseos y utopías necesariamente están permeados por algún grado y tipo de ficcionalización de la vida propia y ajena; de interpretar nuestro pasado y futuro con arreglo a ciertos eventos que nos habría gustado que hubieran ocurrido; de vivir el presente de nuestros deseos y nuestros sueños; y de proyectarnos al futuro en función de los proyectos alternativos y los mundos posibles que imaginamos. En otras palabras, ninguno de los empíricos discute que la ficción ocupa un lugar tan o más importante en los procesos de subjetivación, como la misma experiencia y los hechos que hemos vivenciado y, sin lugar a dudas, constituye el mecanismo principal para la proyección de nuestro futuro como nación.

Si bien la ficción se ha contemplado desde la filosofía griega clásica -con su etérea idea de mímesis- y su importancia ha sido acentuada por filósofos de primer nivel (Marx, Nietzsche, Foucault y, en estas latitudes, Velásquez) son los escritores –no los sociólogos- quienes han hecho de ella un objeto de desarrollo y creatividad. Pero ¿por qué si la ficción y la construcción de mundos posibles tienen tanta relevancia aún no se han retomado en la investigación social? ¿Por qué -a pesar del valor de que sociólogos como Weber, Mills, Boaventura o Bourdieu le otorgan tanto a la ficción literaria como a la cotidiana- éstas siguen considerándose por las ciencias sociales como simples pócimas del sentido común? Y, aún más en concreto ¿Por qué si filósofos como Foucault o Derrida consideran la ficción como parte constitutiva de la subjetividad, aún sigue sin ser activamente incorporada a los procesos metodológicos de investigación social que están apoyados en esas opciones sociológicas?

Hablar de mis cuentos y mis demonios (la sociología de la nostalgia) como parte orgánica de la cultura del diablo de Velásquez es para argumentar las diversas formas mediante las cuales la ficción es, per se, una parte constitutiva de la subjetividad que se objetiva y para establecer cómo su olvido o rechazo constituye no sólo un error metodológico y epistémico en la investigación social, sino que, su inclusión, puede generar profundas aperturas paradigmáticas en los procesos de ruptura de la teoría en los que, desde hace un cuarto de siglo, se encuentran las ciencias sociales después de la caída del Muro de Berlín olvidando que no ha caído el Muro de la Pobreza. Para lograrlo debo abordar –usando mis cuentos y demonios aunque sé que son un muy mal ejemplo- el problema de la relación entre ficción y realidad y entre realidad y ficción (la primera relación en la que la ficción se objetiva como mecanismo de protección de la identidad para no sentirse penetrados por el agresor de la vida; y la segunda en la que la realidad se subjetiva como imaginario para darle coherencia al comportamiento) haciendo énfasis en la premisa ontológica que varios autores le confieren a los mundos ficcionales, así como el papel que la ficción cumple en los procesos sociales de autoconciencia y cultura política que hace que se aborrezcan a los que amañan partidos de fútbol y se idolatre a los que roban millones, a los que explotan al trabajar y a los que expropian todo lo público para construir otros espacios de revalorización del capital.

En ese sentido sociológico, las dos relaciones entre ficción y realidad están mediadas de forma directa por la interpretación subjetiva y colectiva de sus productores y portadores preeminentes (los utopistas). Lo anterior bien se podría resumir afirmando que las dos relaciones son una especie de arquitectura de la identidad sociocultural que no se deja penetrar, en tanto diseñan y construyen –como pre-realidad o como utopía- los mundos posibles o los mundos alternos en los que el bien común triunfa sobre el bien privado, aunque eso sea –para decirlo con Aristóteles- apropiarse de lo imposible verosímil (la ficción hecha realidad y la realidad hecha ficción que construyó García Márquez con Macondo y que le hace tanta falta trabajar a los sociólogos) y, así, considerarla como uno de los factores inevitables para borrar, dibujar y transfigurar las experiencias tan cotidianas como temporales de los sectores más pobres, para quienes las cosas de este mundo que no les pertenece no tienen un ser verdadero porque no se parecen a ellos y, por eso, pone la tercera y cuarta y quinta mejilla y permite lo que permite sin meter las manos: corrupción, impunidad, represión, explotación, fraudes, cinismo, doble moral.

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