Mientras tanto

Armando Molina

Escritor

Siempre que las cosas andaban mal, stuff prostate Miguel Suárez bebía whisky con jugo de piña.

Después de servirse un trago en el pequeño bar de su casa, fue a sentarse al mullido sofá de cuero de la sala. Los adornos de plata, los floreros venecianos, los finos ceniceros y figurines de cristal que pertenecían a su esposa estaban todos nítidamente colocados en la misma posición de los últimos dos años. Pensaba en ello mientras bebía a sorbos su trago.

Hacía solamente dos horas que había estado en una fiesta, y las voces de los que se decían sus amigos todavía resonaban en su mente; particularmente las risas de las mujeres. ¿Por qué?, se preguntó Miguel sobre esto último. Pero luego pensó que aquella era una pregunta banal y estúpida. Puso su trago sobre la mesa de centro, se deshizo de la corbata, y se desabotonó el botón superior de la camisa. Tomó nuevamente su trago y volvió a pensar en la fiesta.

Había sido una buena fiesta realmente, se había divertido más de lo que esperaba en un principio. Pero fue entonces, después de estar jugueteando con Paula en la terraza, cuando se había dado cuenta de que le hubiera gustado estar con Teresa, su esposa. Pero Teresa no había asistido a la fiesta. Esa misma tarde, temprano, le había llamado a la oficina para decirle que no lo acompañaría. Se había excusado diciendo que tenía una reunión de trabajo en casa de una de sus amigas, y que llegaría tarde a casa. Sí, eso le había dicho. Lo recordaba con exactitud.

“Lo siento, cariño; he prometido ir. Ve tú a la fiesta y diviértete. No te preocupes por mí. Llegaré tarde a casa y procuraré no despertarte.”

Y en eso habían quedado.

Hasta entonces, Miguel no se había dado cuenta que la sala estaba a oscuras, con la excepción de la lámpara del bar que emanaba una tenue luz amarilla. Se levantó desganadamente para encender la lámpara de la sala. Después fue a asomarse a la ventana y miró hacia la calle. La calle aparecía solitaria. Las sombras de los árboles iluminados por los faroles se proyectaban sobre las limpias aceras. Una media docena de automóviles estacionados a lo largo de la calle con los parabrisas cubiertos por una fina capa del sereno de la noche, aparecían como animales agazapados. Más allá, en la esquina, Miguel veía automóviles que pasaban con más frecuencia. Entonces se le ocurrió que le habría gustado ir en uno de ellos a cualquier otra parte; tal vez a otra fiesta donde todos le eran desconocidos.

Pero descartó la idea, le pareció que era tan estúpida como la risa de las mujeres que había recordado hacía unos minutos. Volvió a sentarse en el mullido sofá a beber su trago y decidió esperar a su esposa. Ella llegaría tarde o temprano.

Mientras esperaba y bebía su trago, Miguel se entretuvo mirando la colección de figuritas de cristal de Teresa. Se dio cuenta que nunca le habían interesado. Las miró detenidamente: había un elefante de color azul violeta con la trompa levantada; un diminuto búho de grandes ojos negros; un duendecillo verde con cara de niño travieso y un sombrero de copa doblado a media altura, parado junto a un sapo de un intenso verde esmeralda; pajarillos de distintos colores; sonrientes muñequitas y muchas otras figuras más, colocadas a lo largo de la repisa de la estantería que Teresa y él habían comprado en una mueblería de la calle Unión cuando apenas tenían tres meses de casados. Por un momento esos días le parecieron distantes, como si pertenecieran a dos personas que nada tenían que ver con ellos. No obstante, tenía la vaga convicción de que habían sido ellos, aun cuando el presente se empeñaba en distorsionarlo.

Después de seguir mirando mientras pensaba en su esposa, Miguel Suárez se detuvo en las figurillas de cristal de una joven pareja ataviada con disfraces medievales. Le resultaron sumamente familiares. Recordó que las había comprado él en una tienda de curiosidades de Saratoga. Se las había regalado a Teresa tiempo después de haber hecho las paces tras su primera pelea. También recordó que había sido una riña estúpida, como muchas de las que siguieron. Recordaba los detalles a la perfección y eso le producía un malestar difícil de aliviar. La riña había comenzado una tarde después que él, por casualidad, había estado buscando cigarrillos en el bolso de Teresa. En lugar de cigarrillos, Miguel se encontró con una tarjeta con el nombre de un hombre a quien él no conocía; en el envés de la tarjeta, escrita a mano, una frase: “Te espero en el hotel a las ocho”. Riñeron violentamente. Ella alegaba que la tarjeta le había sido entregada por un mesero cuando una compañera de trabajo con quien tenía una cita de negocios se había disculpado enviándole ese mensaje en la tarjeta. Parecía una inocente explicación. Pero algo fallaba en el engranaje de su comprensión. Discutieron por horas. Finalmente, él se había marchado convencido de que se trataba de una maldita patraña. Bebió durante toda la noche con amigos del azar. Dos días después despertó en la habitación de un hotel de Saratoga junto a Sylvia, una hermosa pelirroja de ojos tristes y un busto exuberante, quien le había sido presentada en el transcurso de la noche. Miguel recordó como él y Teresa se habían besado el día que le entregó las dos figurillas de cristal como regalo de arrepentimiento. Aquel beso le parecía ahora como el sello de un pacto sucio, algo obsceno y vergonzoso que sería un secreto entre los dos. Como el secreto entre dos jóvenes verdugos.

Miguel Suárez miró a su alrededor. La sombra de los árboles iluminados por los faroles de la calle parpadeaba sobre las cortinas de la sala. En un extremo del sofá había una bufanda de seda de colores de Teresa, que colgaba y caía sobre el piso. En la mesa de centro junto a su trago, se encontraba el cenicero atestado con las colillas de cigarros que había fumado mientras esperaba. El hielo de su trago se había derretido y el vaso, húmedo por fuera, había formado sobre la mesa un círculo de agua sucia al mezclarse con las cenizas que se habían escapado del cenicero. Sobre el mostrador del bar, bajo la luz de la lámpara, brillaba la botella de whisky; y junto a la botella, apenas visibles, el cartón de jugo de piña y el molde de los cubos de hielo. De repente, Miguel pensó que a estas alturas el hielo se habría derretido. Pero después no le importó. Seguramente habría más en el refrigerador.

Se levantó y fue hacia el bar. Volvió a servirse otro trago. Los cubitos de hielo seguían allí, aunque ahora nadaban sobre el agua del hielo derretido. Vertió jugo de piña en el vaso, y con los dedos extrajo del molde de hielo tres cubitos que todavía permanecían intactos. Escuchó el tictac del reloj que se hallaba colocado en medio de su colección de dagas que adornaba la pared del bar. El reloj indicaba las cuatro de la madrugada. Entonces notó que el mango de una de las dagas era demasiado pequeño en comparación con la hoja y esto le pareció extraño. No recordó haberse fijado en ese detalle el día que se lo compró a aquel indio de Nuevo México. Curioso, no recordaba el nombre de la tribu a la que pertenecía aquel indio, pero sí recordaba su nombre: Michael Custer Delgado. Realmente curioso. Después sonrió, y regresó a la sala.

Volvió a sentarse en el sofá y pensó en lo que diría a Teresa. Pensó que tal vez en esta ocasión podrían hablar. En serio. Quería decirle tantas cosas. Estaba seguro que ella a su vez, quería decirle otras. Pero era difícil hablar. Ambos estaban convencidos de que se amaban demasiado para hacerlo. Las palabras eran para los necios, aseguraban Teresa y él. Para aquellos que no tenían nada que decirse. ¿O era al contrario? Bebió un largo trago y sintió la aspereza del whisky mezclado con el sabor dulzón del jugo de piña. Tal vez era lo contrario. Ahora dudaba. No estaba seguro. Pero de una cosa sí estaba seguro: él amaba a Teresa, y ella a él. Aún cuando las cosas parecían confusas, Miguel Suárez estaba seguro de ello.

¿Y qué importaba si se había hecho daño con sus mentiras? Después de todo mentían para no malograr ese amor que ambos decían tenerse. ¿Era incorrecto pensar así? ¿Era inmoral? ¿Amoral? ¡Dios mío!, se dijo, ¡Qué serie de tonterías puede llegar uno a pensar mientras se espera a la persona que se ama!… O tal vez no eran tonterías, después de todo. Él mentía cuando los viernes le decía a Teresa que tenía que asistir a una recepción de rutina en algún hotel de la ciudad y que estaría fuera durante todo el fin de semana. Y ella aceptaba. Ella mentía de la misma forma. Y él aceptaba. Sin embargo, los dos estaban seguros de que se amaban. La misma noche anterior ambos habían mentido y ninguno había hecho absolutamente nada para evitarlo.

Decidió que en esta ocasión tendrían que hablar. En serio.

De cuando en cuando, Miguel oía el motor de un carro pasar frente a su casa. Dejaba de pensar y escuchaba con atención. Confiaba en poder reconocer el peculiar ronroneo del motor de los taxis. Después de cerciorarse que los carros no iban a detenerse, volvía a sus reflexiones. Pero los oía alejarse. Oía el carrasposo graznido de las llantas sobre el asfalto alejándose apresuradas hasta llegar a la esquina; hacían el alto y luego desaparecían.

Miguel encendió otro cigarrillo y se recostó sobre el sofá. Cerró los ojos y los mantuvo cerrados por un tiempo. Se imaginó la escena que se desarrollaría, con todos sus detalles. Seguramente reñirían. Imaginó que Teresa le sacaría a relucir sus errores. Que él se acercaría a ella y le diría que no era más que una mujerzuela. Y que ella le soltaría una bofetada y le respondería que él no era más que un imbécil pretencioso y cobarde. Después ella correría al bar y agarraría una de sus dagas… ¿o llamaría a su madre? Con Teresa era difícil saberlo.

Miró su reloj de pulsera; las finas manecillas indicaban las cuatro y treinta y cinco. Volvió al bar y se sirvió otro trago. Esta vez Teresa había ido demasiado lejos, pensó. Pero, ¿y él? ¿Acaso no había ido él más lejos aún? De hecho, casi siempre lo hacía. De cualquier forma, se dijo que tendría que hacer algo. No sabía precisamente lo que debía de hacer. Pero tendría que hacerlo. Sí, pero ¿qué? Ya se le ocurriría, se dijo sin convicción. En cuanto Teresa apareciera por la puerta todo sería tan claro que no tendría más que decirlo.

Desde que llegó de la fiesta no había experimentado ninguna otra sensación más que la de hablar con Teresa y dejar que esto fuera el fin. Le desaparecieron también las ganas de discutir sobre lo que sería inevitable, de modo que lo único que sentía era un gran cansancio y la cólera que le producía el saber que, mientras tanto, tenía que esperar a que ella llegara. No tenía curiosidad por lo que ocurriría luego. Durante los últimos diez meses le había obsesionado la idea, pero ahora no representaba esencialmente nada. La pareció extraña la facilidad con que aceptaba las cosas.

Miguel Suárez creyó oír un motor. Miró su reloj. Las manecillas indicaban las cinco y cinco. Escuchó con atención y pudo oír el ruido de las llantas desgranando piedrecillas sobre el asfalto. Se levantó y fue a apagar la luz de la sala. Esperó. Después fue a la ventana, hizo a un lado la orilla de la cortina, y se quedó allí, mirando.

El lujoso carro blanco se había estacionado frente a un vado cerca de la esquina, junto a unos arbustos podados que brillaban de rocío bajo la luz del poste de luz próximo. Dos siluetas se movían por dentro. Miguel Suárez reconoció una de ellas. La otra era de hombre. La silueta que él conocía se inclinó sobre la silueta del hombre y la rodeó con el brazo. Algo se despedazó en su estómago. Después oyó risas. A él le parecieron risas alegres. La puerta delantera del carro se abrió, y de allí emergió Teresa; su figura se recortaba sobre el fondo oscuro, con su cabello castaño y brillante sobre los hombros. No vio nada más.

Fue al bar, se sirvió un trago en un vaso limpio –esta vez sin hielo–, y fue a sentarse de nuevo sobre el mullido sofá.

Teresa abrió la puerta sin hacer el menor ruido. Encendió la luz del vestíbulo. Traía vestido de fiesta y un abrigo. Miguel se levantó.

–Hola, Teresa –dijo él.

–¡Dios mío, pero qué susto me has dado! ¿Qué haces despierto?

–Te esperaba.

–Pensé que te había dicho que no lo hicieras.

–Lo sé. No pude evitarlo –dijo él.

–¿Cómo estuvo la fiesta? –preguntó ella.

–Lo de siempre: aburrida.

–Es una lástima.

–¿Cómo estuvo tu reunión de trabajo? –preguntó él.

–Lo de siempre: aburrida.

–Es una lástima –dijo él.

Después se fueron al dormitorio, se desnudaron, e hicieron el amor hasta que salió el sol.

*          *          *

Armando Molina (San Salvador, 1957) escritor, dramaturgo y novelista salvadoreño. Es el autor de las novelas “El amanecer de los tontos” y “Bajo el cielo del istmo”, ambas publicadas por Editorial Solaris de San Francisco, California. Este cuento pertenece a su colección “Almuerzo entre dioses”.

 

 

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