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MESTIZAJE Y TRANSCULTURACIÓN

Luis Gallegos Valdés,
Miembro de la Academia Salvadoreña de la Lengua

El mestizaje se realizó en América desde los primeros tiempos de la conquista. En los cronistas de Indias es frecuente la referencia a españoles que fueron encontrados por otros españoles en el fondo de las selvas conviviendo con una mujer indígena con la que habían procreado hijos. Esto sucedía generalmente cuando, por circunstancias adversas en las expediciones, se extraviaban en los inmensos territorios por explorar, o eran víctimas de algún naufragio, o, más adelante, a medida que la codicia extranjera fijó sus ojos en las posiciones hispanas, eran escapados de los barcos piratas.
Pero no fue solo en esas circunstancias, que podríamos calificar de excepcionales, como se produjo el mestizaje entre europeos e indias. El hecho de no haber venido a este continente mujeres europeas en los primeros años que siguieron al descubrimiento y dos décadas después, a la conquista de las tierras del continente, fue un factor decisivo para acrecentar la mezcla de las dos razas, la blanca o caucásica y la cobriza o amerindia.
Caídos los imperios azteca e incaico en manos de los audaces conquistadores, la fusión de ambas razas fue casi inmediata, de manera que bien pronta a la segunda generación de españoles en América, apareció la generación mestiza de la que es prototipo el inca Garcilaso de la Vega, historiador y prosista insigne, hijo de un capitán español y de una princesa incaica. Los matrimonios entre los conquistadores y las hijas de los caciques fueron constantes, y de ello nos hablan abundantemente los cronistas.
El mestizaje, producto en un principio de la violencia casi siempre, ya que la conquista fue cruenta y los naturales casi siempre hicieron frente a los invasores para defender sus tierras y su libertad, dio ocasión al surgimiento de una nueva raza; pero lo que importa más es que dio surgimiento a una cultura sui géneris, de formas occidentales y contenido americano, de expresión lingüística castellana pero reflejando las cosas de América, el sentir y el pensar de un hombre nuevo, que, en el decurso del tiempo, manifestaría una nueva sensibilidad. Esta será la gran hazaña reservada a los poetas, un Rubén Darío a la cabeza.
El mestizaje cultural y literario ha sido ampliamente estudiado en las danzas indígenas, en la música indígena producida por instrumentos autóctonos como el pito y el tambor, tal como lo han hecho en El Salvador María de Baratta y, años más tarde, el profesor Adolfo Herrera Vega. Ellos han estudiado también la letra de las canciones y los libretos de las historias de cristianos y moros que han quedado en manos de las cofradías. Son documentos importantes por cuanto revelan claramente el origen de los romances cantados y danzados, durante y después de la conquista, y que lo son todavía en Izalco y otros lugares del país, relativos, casi siempre, a las guerras entre cristianos y moros, a la historia titulada «El Gran Taborlán», a la de Carlos V y el renegado Corinto; a la historia titulada «Los Doce Pares de Francia» y el baile de las chichimecas. Estos romances nuestros que forman las historias cantadas y bailadas durante las festividades religiosas, en México y en Centro América, pueden muy bien ser incorporados a los Romances de América estudiados y colectados por Menéndez Pidal.
Como es bien sabido, el mestizaje cultural se produce a los comienzos de la conquista española en América, y aunque su propósito fundamental fue la cristianización de las masas indígenas por medio del teatro, de la danza y de la música, ello contribuyó a la formación de una tradición literaria y folklórica importante, tradición que vino a integrarse con las leyendas procedentes de mayas, toltecas y mexicanos y demás pueblos de Mesoamérica.
En la segunda década de este siglo –nos lo cuenta María de Baratta-, hubo en El Salvador un renacimiento del interés por la herencia náhuatl y pipil, debido al estudio del folklore y a otras disciplinas anexas a esta, interés enfocado al rescate de los restos culturales prehispánicos en el país. Pueblos en su mayoría mestizos, los centroamericanos no pueden de ninguna manera ser ajenos a ese legado histórico y cultural, pues, de lo contrario, estarían negando su propia idiosincrasia. Desde 1919, Miguel Ángel Espino pone su atención de literato en la Mitología de Cuzcatlán, y, pocos años después, María de Baratta inicia sus estudios folklóricos aplicados a la cultura popular salvadoreña, reconociendo esta benemérita investigadora el ejemplo dado por el Maestro Francisco Gavidia, cuya obra a la vez clásica, romántica y modernista, está en gran parte inspirada en los asuntos del antiguo reino de Cuzcatlán, en personajes de la colonia y del período independencista. La inmensa labor literaria de Gavidia, estudiada como era de justicia a fondo por escritores salvadoreños en estos últimos tiempos, recorrió desde los tiempos más remotos del reino de Cuzcatlán hasta la época contemporánea, en un afán de incorporar a nuestra cultura, por medio del arte, la riqueza espiritual aborigen.
El fenómeno de la transculturación o aculturación, estudiado por la sociología actual, lo realizó España inmediatamente después de la conquista, pasado el período de asentamiento del hispano en tierras americanas. Las formas de vida, los usos y costumbres, los adelantos náuticos y guerreros, los aperos de labranza, la técnica de entonces en una palabra, fueron incorporadas al trabajo y a la explotación de la tierra y su subsuelo en las minas. Se ha hablado hasta la saciedad de que la conquista española fue orientada ante todo, por un apasionado sentido teológico y misional de «salvación de las almas», aunque fuera a veces a cristazos como gustaba decir don Miguel de Unamuno, imponiendo con mano dura la nueva fe a los naturales tras de vencerlos en el campo de batalla. La raza dominadora impuso esa fe dada la superioridad de armas y técnicas en México y en el Perú, derrumbando de sus tronos de oro a Moctezuma y a Atahualpa, asesinado este último en una conspiración palaciega urdida por Pizarro y sus compañeros de armas. Moctezuma, al creer que el hombre blanco y barbado venía en son pacífico y docente como Valum-Botan en lo antiguo, se avino a recibir a Cortés y los suyos haciendo un gesto amistoso y comprensivo, aunque bien pronto se dio cuenta de la fuerte voluntad de poder que movía a los castellanos. Moctezuma II fue víctima de su tolerancia y de los vaticinios que anunciaban la llegada, desde Occidente, de hombres desconocidos portadores de otros dioses y de otra fe. Su actitud magnánima y comprensiva de gran señor, débil en el fondo por demasiado comprensivo precisamente, lo entregó atado de manos y pies a Hernán Cortés, docto en leyes y guerrero típico, doblemente peligroso por lo tanto. Así fue como cayó el imperio azteca, minado por el entendimiento de los tlaxcaltecas, enemigos suyos, con los invasores europeos. El intervencionismo extracontinental abrió entonces su primer capítulo; tres siglos después, un indio mexicano, Benito Juárez, cerraría el último (¿pero ciertamente el último?) capítulo de este intervencionismo en tierras americanas.
Superados los acontecimientos en el dramático campo histórico con la mestización y el aparecimiento de un hombre nuevo, el iberoamericano o hispanoamericano, portador en sus venas de dos sangres muy antiguas y nobles, se produce, tras la violencia, tras los afanes y tristezas de la conquista, la fusión de las dos culturas, bajo el signo del Cristianismo y también del humanismo renacentista como lo vemos en civilizadores como Vasco de Quiroga, el obispo Francisco Marroquín, el virrey Velasco y en toda la pléyade de frailes y letrados, salidos de los conventos y de las universidades hispanas, para diseminarse a todo lo largo y lo ancho del continente americano llevando un nuevo concepto religioso y cultural. Esto es lo más importante. Y junto al civilizador y al misionero, el hombre de leyes, el defensor de los indios como Fray Bartolomé de las Casas y el creador del Derecho Internacional, el dominicano fray Francisco de Vitoria, ilustre entre los ilustres y cuya obra, favorable al hombre americano frente a las demasías del conquistador europeo, es digna de eterno agradecimiento de los pueblos americanos y de la admiración mundial.
El afán hispano de cultura cristaliza en la fundación de escuelas, colegios y universidades, creaciones que aparejan el surgir de una arquitectura que ofrece valiosos testimonios del adelanto artístico alcanzado por España y manifiesto en templos, palacios, fortalezas, mansiones y casas y otras construcciones, con la incorporación al mundo americano de estilos que recorren desde el románico hasta el barroco llamado justamente americano por los elementos indígenas que en él aparecen. El indio de México, de Centro América, del Perú, a la llegada de los hispanos había alcanzado un apreciable grado de civilización como se advierte en las ciudades mayas de Mesoamérica, mudos testigos de varias centurias, pero también como nos lo cuentan los propios cronistas hispanos, un Bernal Díaz del Castillo, por ejemplo, testigo viviente en su Verdadera Historia de la Conquista de la Nueva España, de lo que era la gran Tenochtitlán.
La transculturación realizada por España no fue completa, no podía serlo por cuanto los elementos medievales de su cultura, sobre todo en arquitectura, sólo quedaron en La Hispaniola, (formada hoy por la República Dominicana y por Haití), sin llegar a una eclosión ni a una afirmación. No pasaron esos elementos a la Tierra firme, como se decía entonces al continente. Una evaluación de la conquista y colonización realizadas por España en este Continente, si se hace con espíritu sereno y ecuánime, le será favorable, a pesar de los excesos de soldados y aventureros, de los abusos de autoridad y de la explotación en las minas y del régimen de la encomienda y de la mitra, todo esto fuente de negatividad y censura. Al apetito de riquezas, a la avidez y codicia del oro y sus espejismos provocados a menudo por la geografía inmensa y varia, de aventureros desalmados que llegaron a América después del descubrimiento y durante la conquista, se sobrepuso casi siempre –estando aun reciente el encontronazo doloroso y cruento de dos razas tan diferentes como la hispana y la indígena-, la afirmación de los valores de una civilización en general más adelantada, tanto cultural como técnicamente, ya que era dueña del patrimonio recibido de Grecia, Roma e Israel. Pasados cuatro siglos desde que ocurrieron aquellos acontecimientos que cambiaron el rumbo de la historia occidental, y desaparecidas las tremendas pasiones suscitadas por la Leyenda Negra urdida contra España por rivales poderosos como Gran Bretaña, Francia y Holanda, que ambicionaban comerciar cada una con las provincias de ultramar sometidas a un régimen económico autárquico bajo el control de la metrópoli, la obra de España en América ha sido ya suficientemente analizada y aquilatada por historiadores europeos y norteamericanos. De sus estudios y análisis resulta que las naciones hispanoamericanas son un claro y magnífico ejemplo de que la herencia recibida de España ha sido preciosa en todos los órdenes y digna de ser acrecentada por sus valores intrínsecos, por su sentido ecuménico y cristiano, y, sobre todo, por la proyección inmensa que ha tenido en este continente la lengua castellana, la lengua de Cervantes en la que dialogan Don Quijote y Sancho en las páginas de la novela maravillosa, esa lengua polifónica que fue renovada al contacto de las civilizaciones aborígenes, y que grandes poetas y prosistas hispanoamericanos han perfeccionado.

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