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Matar a un sacerdote

José M. Tojeira

Hace ya años, los niveles más brutales de ausencia de valores y amoralidad se daban precisamente cuando algunos sectores ultramontanos de El Salvador repetían como consigna, “haga patria, mate un cura”. Y no porque matar curas fuera más grave que matar campesinos que pedían tierra o trabajo. Sino porque al matar a un sacerdote se rompía uno de los pocos símbolos de credibilidad que quedaban en El Salvador. No quiere decir eso que los sacerdotes, o los pastores de las Iglesias sean perfectos. Por supuesto hay defectos, incluso en ocasiones muy graves. Pero en el conjunto de nuestras sociedades empobrecidas es evidente que son las personas más cercanas a las necesidades de la gente. Los que consuelan en el dolor, los que se alegran con la gente y comparten la alegría, los que defienden al pobre y los que tratan de socorrer al necesitado de muy diversas maneras. En una sociedad en la que lo político ha estado demasiado marcado por la corrupción y la dependencia de ricos afanosos de enriquecerse más, o por los intereses de grupo y la ambición del poder, el que opta por estar cerca de la gente, más allá del simbolismo religioso y de la fe de nuestro pueblo, se convierten en fuente de esperanza y en símbolo de la actitud de servicio que las instituciones debían tener.

Durante la semana pasada se asesinó a un sacerdote, el P. Ricardo Cortez. Es el tercero que muere de esa manera desde hace dos años. Del P. Walter, el primero de los asesinados en estos tres años consecutivos, todavía no hay resultados en la investigación del crimen. A pesar de haber suficientes datos para ligar su asesinato con una red de sicariato y ejecuciones extrajudiciales, la fiscalía no ha avanzado en la investigación. La conclusión de la gente -cuando la investigación no da resultados- es de desconfianza. Y la desconfianza en una policía a veces implicada en redes de delincuencia, o una fiscalía temerosa y en ocasiones cómplice, lleva a convertir en crónicas las situaciones de violencia. Investigar los crímenes que impactan más a la opinión pública y a los valores ciudadanos debería ser una urgencia para las instituciones protectoras de la legalidad. Y, en este caso, no porque sean sacerdotes los asesinados, sino por el hondo sentido de aprecio y respeto de la población hacia ellos. Para nuestra gente matar impunemente a un cura significa que en este país se puede matar a cualquiera sin que pase nada.

La Constitución salvadoreña está llena de alusiones a valores y a derechos. Supuestamente es el marco de nuestra convivencia. A los funcionarios se les exige honradez, conocimiento y moralidad notoria. Sin embargo, estas cualidades la gente las suele ver con mayor frecuencia en los maestros, en los médicos y enfermeras, y en los sacerdotes y pastores. Como personas pueden tener y tienen, evidentemente, fallos. Pero como gremio y conjunto, son cada uno de estos grupos el mayor símbolo de los valores que pregona la Constitución. Diputados, funcionarios y en menor cantidad los jueces, no son tenidos por ejemplo y símbolo de valores ni como personas ejemplares, aunque la Constitución les exige que lo sean, y aunque haya algunos que sí lo son. Pero como grupo no se confía en ellos. En ese sentido, cuando se asesina a un sacerdote, a un médico o a un maestro, se está atentando no solo contra personas, sino contra valores muy profundos, estipulados en nuestras normas de convivencia y sobre todo en el sentimiento popular. Dejar estos crímenes en la impunidad es burlarse de los valores del pueblo salvadoreño.

La pandemia y algunos esfuerzos gubernamentales han logrado que bajen los homicidios. Pero la cultura de la violencia continúa siendo predominante en El Salvador. Lo vemos en la delincuencia, en la corrupción, en el abuso de la mujer y en la falta de escrúpulos para matar a cualquiera, en el caso que lo vean necesario los que odian y disfrutan teniendo armas de fuego. Escuchar el clamor del pueblo que quiere paz y convivencia pacífica, es indispensable para el desarrollo de El Salvador. Y a partir de la escucha es necesario sanear la política, invertir en salud, trabajo, educación y seguridad, así como apoyar a todos los que desde su trabajo y su posición en la vida son símbolo y ejemplo de solidaridad. El día que entiendan esto funcionarios e instituciones estatales y se comprometan a actuar, tendremos esperanza de un desarrollo humano fraterno.

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