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Los desplazados internos, víctimas invisibles de la violencia en México

Por Yemeli Ortega

Quetzalcoatlán/AFP

La televisión estrellada por una bala, la olla olvidada sobre el fogón, la camisa aún arremangada esperando sobre la hamaca. El tiempo parece haberse detenido en las casas abandonadas de Quetzalcoatlán desde aquella fatídica madrugada en que hombres armados bajaron de las montañas disparando a matar.

Fue el 6 de enero pasado, cuando los niños de México esperan la llegada de los Reyes Magos, que el terror se apoderó de este recóndito pueblo del sur del país, adonde no llegan ni médicos ni maestros ni sacerdotes.

Ese día, los casi 80 habitantes de Quetzalcoatlán salieron en camionetas por agrestes caminos para pedir refugio en Zitlala, el municipio más cercano en esta sierra minada de cultivos de marihuana y amapola del convulso estado de Guerrero.

«Hartos hombres con cuernos» de chivo (fusiles AK-47) bajaron sigilosos desde las montañas y «sin mediar palabra, mataron a seis» hombres, recuerda para la AFP Salomón Lara, un campesino de 61 años, quien decidió volver a su casa pese a que perdió en el ataque a dos hermanos y un hijo de 23 años.

La historia de este pueblo de enclenques chozas es la de decenas de miles de desplazados internos en el país, una tragedia normalmente asociada a la guerra pero que en México y Centroamérica es -sobre todo- producto de la violencia criminal.

El gobierno mexicano no tiene cifras de la desgracia, una omisión denunciada el mes pasado por el Ombudsman, que lamentó que el desplazamiento forzado interno «no forma parte de la agenda pública».

La Comisión Nacional de Derechos Humanos documentó 1.784 casos, pero dijo que la cifra podría superar los 35.000, mientras que el Centro de Monitoreo de Desplazamiento Interno, con sede en Ginebra, calcula que la violencia ha desplazado 287.000 personas en México, de las cuales 6.000 sólo en 2015.

En el minúsculo albergue que el gobierno de Zitlala dispuso para los desplazados de Quetzalcoatlán, aún quedan 11 habitantes que duermen juntos sobre delgadas colchonetas sobre el piso. En todo momento son custodiados por policías, que les impiden salir solos.

«No quiero hablar de eso, por favor. Tengo demasiado miedo», se limitó a decir María Isabel, quien vio cómo asesinaban a su esposo -hermano de Salomón- a la entrada de su vivienda de troncos, piso de tierra y techo de palma.

El resto de los pobladores, cansados del encierro y las fiebres que trajo el hacinamiento, se fueron a vivir a otras zonas o regresaron en marzo al pueblo.

Pueblo fantasma

La gran mayoría de las 47 chozas de Quetzalcoatlán siguen vacías. La iglesia no tiene bancas ni quién oficie la misa cada domingo, y los niños casi no van a clases porque los maestros no quieren aventurarse por los inhóspitos senderos que llevan al pueblo.

Los habitantes aseguran que sus agresores provienen de Tlaltempanapa, «el pueblo más peligroso de Zitlala» y por el que necesariamente hay que pasar para llegar a Quetzalcoatlán.

Aunque nadie conoce el móvil, «dijeron que volverán y nos matarán. Tenemos miedo», dijo Lara.

En Guerrero, los criminales buscan que la gente se incorpore como sicarios, pague algún impuesto o permita la siembra y trasiego de droga, explica Manuel Olivares, secretario de la Red Guerrerense de Organismos Civiles de Derechos Humanos. «Dejan a la gente en completa vulnerabilidad», subraya.

Lara asegura que Quetzalcoatlán lo perdió «todo»: su mazorca y sus chivos, cerdos y pollos.

Y las promesas del gobierno sobre infraestructura y seguridad tampoco llegan.

«Dijeron que si nos regresábamos, arreglarían los caminos y la tubería porque no hay agua. Hay que bajar hasta el río y está muy solo», indica el líder del pueblo, Amado Lara, que no tiene parentesco con Salomón.

«A veces son sólo tres o cuatro policías estatales para vigilar todo el pueblo», asegura.

Cada noche, las chozas de los muertos de Quetzalcoatlán se iluminan con velas que sus deudos ponen en altares con flores. Salomón, que suple a su hermano difunto en el puesto de comisario, se persigna cuando pasa frente al altar de su hijo.

«A él lo atravesaron tres balazos. Como no se murió, regresaron y le cortaron el cuello», rememora este hombre que sueña con una tropa autodefensa.

En 2013, habitantes de Ayutla de los Libres se armaron en un movimiento miliciano contra el crimen organizado que se replicó en varios puntos de Guerrero.

«Si sabes rezar, reza»

Y Ayutla es ahora el hogar de un centenar de desplazados que huyeron de Coyuca de Catalán. Según cuentan, los sicarios abrieron fuego indiscriminado en 2011 y calcinaron sus casas para talar ilegalmente sus bosques y cultivar droga.

Edith, de 25 años y quien omite su apellido por seguridad, presenció el asesinato a balazos de su padre. En su nueva casa de tierra y madera, donde cría patos y cerditos, espera su segundo bebé, al que llamará Reinaldo en memoria de su sobrino asesinado.

Cuando ocurrió el ataque, «mi cuñada corrió con su hijo de siete años, Reinaldo. Al niño lo hincaron y le dijeron ‘si sabes rezar, reza, porque te vas a morir’. Luego le dispararon en el cráneo frente a su madre» que también fue asesinada, cuenta Edith con una voz apagada mientras muele tomate y chile en un mortero de piedra.

Junto a Edith, muchas familias con ancianos y niños huyeron para refugiarse en paupérrimas condiciones en Ayutla.

En su casa de adobe, Elvira Valerio mira con nostalgia fotos amarillentas de la vida que dejó. Su esposo, sin camisa, deja ver las cicatrices de los tres balazos que recibió en el ataque.

«Regresar, yo ya no quisiera, jamás nunca», dice esta mujer de 45 años, quien se despierta en las noches con pesadillas.

«En el sueño voy a caminar lejos, veo a los animales que ordeñaba, a mi casa que extraño. Sueño a mi cuñado muerto que me dice que nos vayamos con él ¡Y me espanta harto!», cuenta frente a una imagen de la virgen de Guadalupe.

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