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La libertad de expresión no es un derecho absoluto

Alirio Montoya*

Soy privilegiado porque ya tengo más de un mes de no ver noticias en esos canales de mayor sintonía en el país. De igual forma ya no leo esos pasquines y revistas llamadas prensa escrita; conste, cialis para no ser mal interpretado, cialis sale los leía en Internet. Hace tiempo había leído a Noam Chomsky y su opinión respecto de los medios masivos de comunicación. Chomsky advierte que son esos medios de comunicación los que imponen la agenda en lo político, económico, social, deportivo y cultural; es decir, que lejos de informarnos nos conducen a una manera uniforme de ver las cosas.

Para no ir tan lejos, también leí de pasta a pasta “El Contrapoder” de Walter Raudales, en el cual deja entrever el mecanismo idiotizador y adormecedor que hacen los medios convencionales de comunicación. Sin embargo, seguí en mi necedad de continuar viendo y leyendo la propaganda oligárquica. Horacio Castellanos Moya también en su novela “El Asco” señala el daño fisiológico y psicológico que causan estos medios de comunicación. Muertes y más muertes. Supe sobre la historia del crimen desde que leí la Biblia, pasando por Caín que mató a Abel, luego Saúl que mató a mil y después David que mató a diez mil. Eso no es nada nuevo. En “El dinero maldito” de Alberto Masferrer se habla de crímenes en la Calle de la Amargura. No obstante, para la propaganda oligárquica el fenómeno pandilleril y de criminalidad surgió a partir del primero junio del 2009. Eso le quieren hacer ver a la población. En el fondo lo que hacen estos medios de comunicación es una apología del crimen, desde el punto de vista de connotados psicólogos eso a lo que incita es a cometer todavía más crímenes.

Pero por fin, quien sí me convenció de no ver ni leer esas tendenciosas noticias fue una ignota señorita de tez trigueña, lentes de carey, estatura mediana, con una indiscutible pinta de intelectual. Se le acercó un periodista con micrófono y cámara preguntándole su opinión acerca del “voto cruzado”. La señorita respondió: “La verdad no sé de qué se trata, vea lo cierto es que no tengo tiempo para ver sus noticias”. Santo remedio para mí. Desde ese momento tomé la irreversible decisión de no ver más noticias. Hoy ya no padezco de gastritis, ni de indigestión, no padezco de delirio de persecución y no le tengo miedo a mi sombra. He tenido en mis manos ejemplares del Granma de Cuba, del The New York Times, de La Jornada y, para ser plural, del The Washington Post. En ninguno de ellos se difunde la criminalidad. A pesar que tanto en México como en los Estados Unidos hay un problema serio de criminalidad.

Hablando del Granma, hay un editorialista que a 24 años de la muerte del expresidente José Napoleón Duarte todavía lo ataca en sus editoriales. Este señor llevó a TCS un ejemplar del Granma y otro de su periódico; y preguntó, se los juro, ante las cámaras, con un ejemplar del Granma en su mano izquierda y uno de su periódico en la mano derecha, que cuál de los dos pesaba más. Solamente en este país la calidad del periodismo se determina por su peso. Bueno, y eso ha trascendido hasta en la política porque ahora vale más una onza de lealtad que una libra de inteligencia.

Vayamos al punto. La libertad de expresión que comprende también el derecho a informar y a ser informado no es un derecho absoluto. Para entender que la libertad de expresión como derecho fundamental también engloba al derecho a estar informado, la Honorable Sala de lo Constitucional ha señalado en su jurisprudencia que “c. Esta libertad, al igual que la libertad de expresión, especialmente comprende el derecho a recibir informaciones. En este caso, la posición del receptor es singularmente importante debido a su objeto, que son hechos dotados de trascendencia pública, necesarios para la real participación de los ciudadanos en la vida colectiva… Por ello, incluso, se afirma que el verdadero titular del interés jurídicamente protegido por esta libertad es el receptor de la información.” (Inconstitucionalidad 91-2007).

Hechas las acotaciones pertinentes por la Sala de lo Constitucional queda claro que en efecto debemos de estar informados pero con hechos verdaderos y no tergiversados porque el titular de ese derecho somos los receptores. Ahora bien, a donde se quiere llegar es que los medios de comunicación hacen un uso excesivo de ese derecho, llegando a lindar sus opiniones con ilícitos penales; tal es el caso del abordaje perverso que hace un periódico sobre la compra de lotes por parte del Presidente Sigfrido Reyes. No hay ilegalidad alguna en relación a esas compras. Además de difamar, lo que hizo ese periódico es juzgar ante la sociedad al Presidente Reyes en un juicio no sumario, sino sumarísimo a través de una falsa y perversa doble moral. Si traemos al filósofo Nietzsche al escenario y se entera de esa perversa y doble moral, descargaría su pluma atacando esos antivalores sobre los cuales subyace el periodismo amarillista en este país. La cuestión de fondo es llevar el caso del Presidente Reyes a que la opinión pública ingenuamente interprete esa acción como un acto de corrupción y opacar con ello el caso Flores-Taiwán y los tragantes y tapaderas robadas y “resguardadas” en las bodegas de la Alcaldía de San Salvador. ¡Que bello distractor!

Sigamos. El derecho a la libre expresión no es absoluto, porque si hablamos de un receptor, también tenemos que hablar del “protagonista” de esa “noticia”, y es en ese punto donde la Sala de lo Constitucional ha delimitado ese derecho a la libre expresión cuando advierte en la misma citada jurisprudencia: “Aunque una de las características histórica y usualmente atribuida a los derechos fundamentales es la de un pretendido carácter absoluto, ello no obedece más que, por un lado, ese rasgo se atribuía a los derechos naturales (precedente histórico de los derechos fundamentales), y por otro, por su uso coloquial del término “absoluto”, para hacer resaltar su importancia, e incluso a un uso persuasivo o retórico del mismo. Sin embargo, en la teoría de los derechos fundamentales contemporánea se rechaza casi unánimemente ese carácter”… “Consecuentemente de lo establecido en el art. 6 inc. 1° in fine Cn., se concluye que está ordenado que el legislador establezca sanciones penales a cualquier persona que, haciendo uso ilegítimo de las libertades de expresión e información, infrinjan las leyes; cuyo correlato es que está prohibido eximir de responsabilidad penal, anticipada por la ley, a cualquier persona que haga uso ilegítimo de tales libertades”.

No pretendo en modo alguno defender jurídicamente al Diputado Reyes, y menos aún, defenderlo políticamente, para eso están los políticos. Mi aporte aquí a la sociedad en general es eminentemente académico, para que en un futuro, no permitamos que alguien se escude en ese derecho a la libertad de expresión para difamar, calumniar o injuriar a las personas. Las cuestiones políticas hay que dejárselas a los políticos. Me identifico con José María Vargas Vila cuando sostuvo que él no era un político escritor, sino, un escritor político.

Ha quedado bien claro que ese derecho a la libre expresión no es absoluto. Por otra parte, en lo tocante a las líneas introductorias de esta columna de opinión, el fenómeno de la delincuencia y de la criminalidad ya ha sido abordado desde varias perspectivas, se han hecho innumerables propuestas concretas. No veo necesario otro coloquio sobre el tema. La exclusión social, la marginalidad, la transculturalización y la falta de una efectiva prevención del delito son algunos de los factores principales de la delincuencia; de esa convulsión social que empezó a gestarse a inicios de la década de 1990. Ese era el momento preciso para darle el debido tratamiento en el marco del respeto a los Derechos Humanos y a los derechos fundamentales consagrados en nuestra Constitución.

Finalmente, y considero oportuno decirlo, el periodismo debe ejercerse de manera independiente, apegados a la verdad de los hechos. Las opiniones no deben dejarse guiar por las pasiones; lo que siempre debe imperar es la razón.

*Abogado. Profesor de Derecho Constitucional, UES.

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