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La Asamblea Legislativa del siglo XXI en los países pobres (2)

René Martínez Pineda
Sociólogo

En las bases jurídicas del constitucionalismo –que ha sido degradado a falacias bonitas, pero inocuas- yacen tres principios: la soberanía nacional, la división de poderes y la representación política. Tres principios que delinearon la configuración constitucional del parlamento; tres principios que desde el principio fueron pervertidos por la corrupción y la impunidad: la soberanía es una palabra hueca; la división de poderes es un reparto del botín del Estado entre los partidos políticos; y la representación del pueblo es la fiel representación de la clase dominante. Interesa –de cara a construir una nueva asamblea legislativa que trabaje por los pobres y los ubique en el siglo XXI- el principio vital de la representación porque es la clave y, en última instancia, la justificación jurídica y política, de la existencia de los parlamentos. Siendo utópico, diré que lo que se espera –al momento de votar- es que todos los ciudadanos participemos directa y continuamente en la ratificación (legitimación) de las decisiones políticas que nos afectan. No obstante, la vida cotidiana, el crecimiento poblacional y la complejidad galopante de la sociedad hace que las decisiones políticas sean igualmente complejas, cuando no oscuras o tétricas, ya que esos principios han sido pervertidos en toda América Latina durante el siglo XX y parte del XXI, lo cual ha reducido tal representación al acto único y aislado de elegir a unos representantes que en nuestro nombre –pero no pensando en nosotros- tomen las decisiones políticas. Eso debe cambiar antes de que la política sea el arte de evitar participar en política.

En la medida en que, realmente, construimos un sistema democrático-electoral, los representantes deben ser periódicamente elegidos atendiendo a sus méritos y su compromiso con el pueblo, por lo que su acción debe ser sometida a la consideración informada de los ciudadanos, de tal forma que será su desempeño el que se convierta en el referente de nuestra confianza en ellos. En ese sentido, las elecciones, en tanto concreción jurídica, práctica y colectiva del principio de la representación, deben convertirse la forma ritual de participar en la vida política por parte de los ciudadanos con una sólida cultura política democrática.

Siendo así, las instituciones de gobierno directo no deben tener un carácter sobrio o residual, sino que deben construir-legalizar –para su legitimidad- formas muy concretas y claras de participación directa del pueblo, tales como los plebiscitos y referéndums e incluso, en el nivel más alto de participación, instaurar un mecanismo de participación ciudadana para elegir el poder judicial que, hoy por hoy, concentra una cuota significativa de poder que no emana del pueblo, tal cual debería ser si el principio de la soberanía fuera integral y real. Es fundamental sacar las elecciones del imaginario colectivo que no se objetiva, a la acción social en la que los ciudadanos tienen el poder suficiente como para participar en la vida pública sin necesidad de que tengan un cargo burocrático. Desde esa perspectiva, hay que fundar formas alternativas para el ejercicio del poder político validando el principio de la participación, recurriendo –de ser necesario- a formas paralelas y a ratos antagónicas al sistema formal que constitucionalmente regula su práctica.

Lo anterior debe ser la primera piedra en la construcción de una nueva asamblea legislativa y de una nueva lógica electoral que privilegie la representación de los ciudadanos y regule-comprometa el actuar de sus representantes. Y es que, sin buscar mucho, encontramos que la historia del derecho electoral -en el marco del constitucionalismo- tiene un amplio espectro de posibilidades que van desde el sistema mayoritario puro al más radicalmente proporcional, es decir, del norte al sur o del sur al norte, pero visualizando una amplia red de puntos geográficos entre un polo y el otro. Las posibilidades son muchas y, seguramente, los obstáculos puestos por los partidos decadentes serán muchos más.

Ahora bien, al poner los pies en la tierra de la cotidiano, nos damos cuenta de que es muy complejo plasmar y sistematizar la opinión de más de dos millones de electores habituales en unos cuantos escaños, lo cual –en términos ideales- obliga a los partidos políticos a reducir las grandes ilusiones políticas de los ciudadanos a unas cuantas opciones de decisión política que deben responder, en lo más fundamental, a todo lo prometido en las campañas electorales, y debe ser en lo más elemental –el sueño de nación y de ser parte de ella- porque difícilmente los ciudadanos serán complacidos –todos y cada uno de ellos- de forma plena. Dentro de los sistemas electorales hay factores determinantes que, según sea el criterio que se adopte, pueden producir unas consecuencias bien diferentes. Nos estamos refiriendo al tamaño de la circunscripción, a la distribución de escaños territorialmente y, finalmente, a las diversas fórmulas de atribución de los escaños. Con relación al tamaño de la circunscripción, es importante puesto que la proporcionalidad solamente podrá jugar a partir de un cierto tamaño que los técnicos cifran entre tres y veinticuatro escaños, de tal manera que, cuando en una circunscripción hay que elegir más de cinco o seis escaños, solo entonces -si se trata de un sistema proporcional- este funciona de forma democrática. Cuando, por el contrario, son menos los escaños a cubrir, es indiferente que se trate de un sistema proporcional o no, puesto que en este la proporcionalidad no funciona y eso lleva a la injusticia electoral en tanto matemática electoral por residuos: no todos los escaños valen la misma cantidad de votos. Ese es el salvavidas de los partidos pequeños que, por lo general, son un apéndice de los grandes, y eso es lo que hace desaparecer la proporcionalidad en el reparto de los escaños (en términos territoriales) en la medida en que son muchas las circunscripciones pequeñas que resultan premiadas a costa de las grandes, demográficamente hablando.

Ese es uno de los retos a vencer por la nueva Asamblea Legislativa, junto al problema de la falsa representación territorial (se supone basada en el lugar de nacimiento de las personas), pues, en el caso de El Salvador, hay diputados que se proponen como candidatos por departamentos distintos: en unas elecciones por el departamento de Usulután y, en las siguientes, por el departamento de San Salvador, por mencionar un caso hipotético… o no tan hipotético.

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