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Hacia la montaña interior

Álvaro Darío Lara

Escritor y poeta

Uno de los símbolos más antiguos y entrañables, sale   desde nuestro aparecimiento en el planeta,  ha sido, sin ninguna duda, la montaña. La montaña como el lugar privilegiado, donde lo divino y lo humano se encuentran.

Sólo escalando la montaña primordial, realizando el rito de la ascensión, con sus innumerables pruebas, logramos desentrañar el mayor misterio de nuestras vidas: saber quiénes somos en realidad.

Por esta razón, es que la montaña, asumió en la gran mayoría de las culturas del pasado, ese carácter arquetípico, convirtiéndose en un “axis mundi” (eje del mundo),  en un árbol de la vida, en un puente, en un templo, en el “ombligo del mundo”; y en definitiva, en el altar de nuestra búsqueda del Absoluto.

En la medida que avanzamos por sus sietes peldaños, vamos dejando atrás las impurezas de nuestras imperfecciones, para recibir –finalmente- la luz mayor de la sabiduría.

Esa profunda significación, llevó a distintas civilizaciones y religiones hasta las elevadas cumbres de la comunión solar, cósmica: el resplandeciente Sinaí para el pueblo de Moisés; el colosal Olimpo, para los inmortales griegos; o el maravilloso Machu Picchu, para los geniales incas.  También generó otras asombrosas montañas, como los zigurats mesopotámicos; las imponentes pirámides egipcias o los monumentales templos mayas y aztecas.

Hace algún tiempo -de la mano de Salarrué- di con un autor notable, muy admirado por el Gran Sagatara, debido su delicada prosa narrativa, me refiero al escritor Francisco Miranda Ruano (1895-1929), muerto tempranamente, y autor de “Las voces del terruño” (1929), libro póstumo, cuya segunda edición hizo Trigueros de León en 1955,  en la editora estatal.

El profesor Saúl Flores, recoge dos textos de Miranda Ruano en su conocido libro “Lecturas Nacionales de El Salvador”, entre ellos, “El hombre que Siente la Montaña”. Veamos algunos fragmentos: “La montaña, en cambio, atesora una máxima fuerza: la serenidad. Pulmón empinado al espacio, recibe primero la luz, el color, el aire, y, en cierto modo, regula sus ondas a través de la tierra. En su cima parecen regirse las pulsaciones del cosmos”. Es decir, la montaña se convierte en un espacio, mágico, sagrado, de total armonización.

La montaña ejerce su poder transformador, liberador.  Así, afirma el autor: “El hombre que sube a la montaña por impulso admirativo, aspirando a entender su poesía, siente ya la montaña. Dichoso él; dueño de la sensación de la cima, conoce una virtualidad ideal. Al sabor de la estatura responde un reclamo secreto. La vibración, el espacio, el color dominado educan la cifra sagrada: serenidad. Y la serenidad es constelación luminosa en su montaña interior”.

Y nuestro gran pensador social y místico, don Alberto Masferrer, nos dice en un apartado de su escrito,  “Voces de la Montaña” (incluido en el mismo libro de don Saúl Flores), lo que es el mejor cierre de la columna de este sábado montañés: “¡Hombre desanimado y triste, asciende la montaña! ¡En las montañas está la serenidad, el aire puro y la claridad de la mente. ¡Subiendo, se agita tu sangre, se ensancha tu pecho, se reanima tu espíritu, y una vez en la cumbre serena, te hablarán la soledad y el silencio! (…) ¡Hombre tris aitro? te y enfermo, asciende la montaña!”. No hay razón, entonces, para no descubrir esa montaña interna, que todos poseemos.

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