FUERA DE CASA

 

Myrna de Escobar

A los 11 años Lila subió la quebrada con las enaguas puestas y un par de sandalias Balco, dispuesta a emplearse. Su estómago gruñía al tiempo que una libélula se posaba en su falda y un hilo de mariposillas nocturnas tejía una corona en su frente. Debía ascender y llegar a la villa antes del nuevo aguacero.

Corrió sin mirar atrás. Blanquita dejo de seguirla tan pronto vio al Flaco, el nuevo huésped de la quebrada. Tocó puertas decidida a aceptar la voluntad de Dios, merodeó por los comedores del sector buscando un lugar dónde ayudar para ganarse una tortilla, deambuló por cuadras oscuras. Al fin el cielo se abrió ante sus ojos. Abandonado el abismo y presa de un coraje desconocido, hasta entonces, llamó la atención de una mujer ebria e iracunda tras su mascota. Entró y ofreció cuidarla mientras llegaba alguien de la familia. Limpió el vómito del piso y le preparó un café cargado, como lo hacía para sus hermanos y su tata en sus recurrentes borracheras. Aquella noche durmió en el patio, al lado del Gran Danés, y otros perros. A la mañana siguiente, la mujer, con un remolino por cabeza, la miro extrañada. Le ofreció un café helado y buscó algunas sobras en el refrigerador. Luego enumeró una larga lista de tareas por hacer sin dejar de alardear de su gesto caritativo, del sueldo, ni una sola palabra. ¡Qué más daba si Lila sólo quería asegurarse la comida y un lugar donde alojarse!

Sus primeros días como doméstica fueron difíciles. ¡Qué iba a saber de buen menú si todo lo que sabía hacer era frijolitos cocidos y huevitos estrellados!

—De donde conseguiste tan mala cocinera! —decían — arrojándole la cazuela a la cara. Luego de obligarla a comer del mismo piso, le recordaban qué gracias a ellos, tenía un lugar donde vivir.

—Si no fuera por este Jesusito, te habrías muerto de hambre — lambiscona. — repetía la mujer, besando el crucifijo alrededor de su cuello.

Lila bajaba la cabeza. Sufría en silenció. No quedaba más que aguantar. — pensaba.

La vida como la soñaba nunca existió para Lila. Se convirtió en una esclava del siglo 20. Anochecía y amanecía en labores domésticas. Peinaba canas, hacía pies y manos a quien lo solicitaba, lavaba o planchaba la ropa de las visitas, sin recibir nada a cambio. Cocía y descocía, tejía, lustraba zapatos, cortaba la grama, lavaba los carros planchaba y atendía visitas. Debía servir para lo que se antojará, sin resistirse.

—Si se me da la regalada gana te levanto las naguas, ¿y qué? ¡ya sabes! — decía el patrón.

Lila sollozaba, apretaba los dientes, callaba. Debía ser normal. Por un plato de comida, una ducha y un lugar donde dormir. Daba igual, lo mismo era en casa y a su nana no le importaba. Para eso son las mujeres, —pensaba.

Por otro lado, los pequeños del hogar, dos adolescentes sin oficio veían en lila a la criada abnegada que jamás habían tenido. Pasaban las tardes con ella, hasta el regreso de los padres, y con ellos las visitas frecuentes de la familia: Soldados, coroneles, jefas y señoras del templo inmediato bebían y fumaban en medio de obscenos discursos que Lila escuchaba. Las veladas de fin de semana casi siempre terminaban en disputas a causa del licor y las drogas.

De entre las visitas frecuentes, Cecy era la única diferente al resto. Sentía pena por la menor. Bebía el café y luego se acercaba al lavadero a preguntarle por qué aceptaba todos esos maltratos. Desafortunadamente nunca recibió respuestas, siempre había alguien observando todo lo que pudiera salir de su boca.

  • ¿Por qué la tratan así? Es solo una cipota. ¡Podrían demandarte si supieran cómo barres el piso con ella!
  • ¡No te metas en lo que no te importa, Cecita! ¿Queres que te heche a los perros?

Un día, la mujer, odontóloga, dejó de frecuentar la casa fingiendo mucho trabajo en su clínica. No comprendía cómo siendo una familia de abogados y odontólogos trataran de manera inmisericorde a la pobre Lila.

El tiempo pasó volando, Lila creció y se enamoró por primera vez. Tenía 14 años—cuenta—. Debía ser de cualquiera menos del señorito de la casa. — pensaba.  Mientras se alejaba de su niñez más se hundía en la necedad de aguantar lo que fuera por un lugar dónde quedarse. Cuando amenazó con partir, recibió su primer sueldo de cincuenta colones, suficientes para continuar. Era el año 1985. 15 años después y con la dolarización de la moneda en el país, llegó a ganar $100.

El día de su cumpleaños número 15 dio a luz a su primogénita. La hija de un coronel, asiduo visitante de la casa en sus días de licencia del cuartel. Le compró un vestido rojo y lencería, pero la tomó a la fuerza.

  • ¡Cómo lloré esa noche…la más larga de mi vida, creí que me iba a matar! — recuerda.

Después de un largo suspiro Lila recoge su pelo en un moño caprichoso y añade:

—¡Por tan mala suerte nació niña!

Sin más compañía que la de una madre temblorosa y sufrida, Lupita tocó las puertas del destino sin el amor de su tata, todo por ser niña.

— ¡Debió ser un macho como su tata!

—¡Ni sueñes que se va a hacer cargo! ¡El general no es marido de nadie!

Aberrantes comentarios aún suenan en sus oídos, y la Lila suspira recordando el beso que nunca fue, el apoyo que nunca encontró, el cielo que nunca vio

Continuará

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