Flor en otoño

Rafael Lara-Martínez,
Tecnológico de Nuevo México
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Desde Comala siempre…

De niña nunca supe por qué razón me habían bautizado con nombre de flor. En esa fantasía remota, me recitaban versos que en absoluto correspondían a mi tristeza. Desentonaban en mi congoja de harpías y duendes al acoso. “Está linda la mar y el viento cuenta” mi presunta alegría. Escuchaba rimas que no calcaban el desamparo que a diario me abatía entre el sueño y la vigilia. Noches en vela; días en lluvia acordes a mi revoloteo inconsciente.

Hasta ahora que recibo examen de ADN —escrutinio de mi identidad— reviso el pasado de yema deshojada. Me repito aquel otro verso de infancia: “te voy a contar un cuento”. Su resultado me diseña un hado de confusión mediterránea, sefardita, africana y nahua, según lo intuí hace años al morir mi madre. Sólo la muerte me ha vaticinado el origen. Acaso, entre relatos y fórmulas químicas, presiento el augurio de deambular por varios continentes y familias, antes de asumirme de lleno en persona adulta. Por fin, hoy me asiento en tierra florida acorde a mi nombre de capullo. Al bullir de las olas y pétalos, recapitulo el ayer.

Fui el engendro fortuito de dos jóvenes que metieron la pata. Mis padres me adoptaron para salvar su matrimonio en ruinas. El abandono natal remendaba un amor fallido. Mi madre no aceptó ampararme por el deseo íntimo de cuidar mi inocencia. Accedió a desvelarse para preservar la compañía de su esposo quien, a escondidas, había iniciado una familia con otra pareja. El desdén mutuo me hizo comprender que el vigor de mi retoño se revertía en lapso opaco hacia una adolescencia oscura también. Sólo los viajes familiares a una montaña sin palmas —entre coníferas y granadillas en bejuco— las estadías en un estero de cocos y mangos, desviaban mi reflexión de las tensiones familiares. Al borde del fracaso y la disolución. El sentido del lugar me protegía de la avaricia sentimental. Trepidaba sin juicio al margen de una nueva desazón, como si el orfanato fuese mi mejor compañero. Acaso el único y persistente. El asilo me sellaba el sino de nacimiento a doble origen denegado.

Ese rechazo se extendía fuera del recinto familiar hacia las calles de una ciudad en conflicto habitual. Difícilmente salía de casa sin observar los cadáveres mutilados de jóvenes estudiantes, arrinconados en la acera. Por virtud, el fervor piadoso de los transeúntes los recubría de sábanas limpias y los rodeaba de veladoras en cántico fúnebre, antes de su sepultura. El réquiem por lo ajeno coreaba el acontecer de la patria. Desde esa edad prematura intuí mi riesgo fausto —pese al desamor— ya que el cuerpo y alma me resguardaban de los azares fogosos que me habían procreado. Ya a doble sazón, la guerra proseguía dentro y fuera del hogar. Me consolaba conocer la nueva familia de mi padre adoptivo, con quien jamás entablé un trato franco. Me lo impedían su rigidez de carácter beato, sus hondas ansiedades por los negocios y el cuidado de la nueva progenie. En ellos reconocí a mis hermanos y amigos, antes de internarme a un colegio. La reclusión me ofreció un alivio certero al rodearme de adolescentes que, como yo, buscábamos un lugar en este mundo, entre los conflictos domésticos y las guerras políticas.

Asumí la errancia, viviendo entre maletas. Del colegio al cauce sin ideal. Y de ese hogar en rastrojo transcurrí a la única morada que me ofrecía un consuelo familiar. La de una tía en adopción íntima real. Así huí de casa y del país. Me figuraba el cuerpo en valija que transportaba el espíritu intenso de mi equilibrio hacia sitios inéditos. En paradoja sublime, la nieve fría me otorgó el calor de familia que el trópico húmedo había enmohecido. Pero ese cariño no detuvo el éxodo que me impulsó a regresar a la guerra. A los estragos exteriores y a encarar la doble faceta de mí misma. La radical deseosa de inventar un nuevo mundo; la conservadora de restaurar el antiguo. Durante ese debate ingresé a la universidad sin una idea fija de mis estudios, hasta que el azar me condujo a un aula de infantes. Su visita me inspiró la enseñanza pre-escolar. Acaso hacia esa vocación volqué mi abandono prematuro en su reverso. Cuidaba los niños al entregarles el amor que me habían denegado, como si en espejeo colmase una infancia abortada en cariño.

En esas andanzas me casé con el amor de mi vida y dejé la docencia al quedar embarazada de mi primera hija. Su llegada la percibí en don divino, proveniente de una gloria tan amplia que, a doble puerta, me ofrecería una segunda niña en breve. Mi seno lo invadía una adopción celeste y dual, la cual me devolvía el manantial del que había brotado. Mi ventura revertía el desabrigo original en plenitud de ternura. Bajo su tutela, emigramos a un país demasiado nórdico y céntrico para mi carácter desinhibido. En esa torre de Babel, me recluí de nuevo —ahora en el hogar— como en un monasterio gris de adulta garante. Por fortuna, volvimos a la costa donde al fin me reconozco íntegra, batiendo entre olas y riscos adolescentes que los reciben en remolino o en barca a la deriva. Son algas que maduran al influjo de la llovizna. Por la marea que me agita —por el calor que me apacigua— el sosiego enreda el légamo de mis días. Ahora en el otoño acaricio los pétalos en flor. La corola de mi vida vaga en el ensueño.

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«Esperanza». Fotografía: Rob Escobar. Portada Suplemento TresMil