Página de inicio » Opiniones » En tus senos hemos nacido y amado (1)

En tus senos hemos nacido y amado (1)

René Martínez Pineda
Sociólogo, UES

La vida es la que nos enseña, a palos, lo que debemos hacer con ella si queremos trascender más allá de la identidad burocrática; es la que nos grita que hagamos algo por erradicar la injusticia social y nos discute, en público, las decisiones tomadas, usando como Polaris los intereses del pueblo, ese infinito rompecabezas de personas que es –sin metáforas de por medio- la tierra que nos sustenta en el tiangue de la memoria en el que, por unos mendrugos de pan, se cargan recuerdos o se cargan olvidos… esa es una decisión del que contrata y del contratado. Yo soy –lo confieso, aunque corra el riesgo de ser acusado de sospechoso pregonero del pueblo- un cargador de recuerdos y de víctimas sin victimarios judicializados, y esa es una labor solitaria y vitalicia que tiene sentimientos encontrados; es una gracia o una desgracia, eso depende del recuento final de los olvidos embutidos en los coros de los himnos del patriotismo. Recuerdos remotos o sociología de la nostalgia, así le llamo a la historia que carece de la historia de quienes la sufrieron en carne viva y espíritu muerto.

Un cargador de recuerdos esparcidos al azar que terminan oxidados en un rincón del alma o que mueren de hastío febril porque han sido infectados por el virus de la amnesia o han sido inutilizados por la vacuna de la mentira poética en la que chisporrotean los yunques de los Parker; recuerdos olvidados a la buena de algún buen samaritano que se apiade de ellos y les dé la limosna de la vigilia que les permita constituirse en una ciudadanía real que saludemos orgullosos; recuerdos que esperan que alguien los reúna, los arregle, los perfume, los peine y les inyecte el complejo B12 de la identidad cultural y luego repita el hechizo que los resucite desde el grito sociológico del vientre en el que vibran los motores de la indignación. Mi país, mi territorio, mi patio, apenas un ejido en el que crecen los laureles de los héroes que mataron a su pueblo con balas y cheques fraudulentos; apenas una nostalgia ridiculizada por los traidores del atol que pululan en las urnas electorales; apenas un predio comunal que cada día tiene más pequeños sus kilómetros cuadrados como protesta porque su gente se empequeñece al negarse a transformarlo en el sol vivificante de nuestras glorias cotidianas; mi país, mi espacio vocinglero lleno de recuerdos migratorios que nos musitan, de madrugada, que no tenemos muchas reservas de dignidad social para regatear en la esquina de la muerte y que nos recuerda que apenas nos quedan unas hilachas de historia para empeñar en el centro comercial que es el paraíso sin tetas que Dios salva como patria sagrada del neoliberalismo.

Después de ciento noventa y nueve años sin senos como fértiles campiñas o ríos majestuosos, lo único que tenemos -la mayoría que cuenta menos en los curules en los que se legisla la religión que nos consuela- es esa utopía etérea, intangible, impersonal y traicionada que fue parida hace dos siglos y que, por aquello de la ingenuidad colectiva, fue bautizada como Patria, cuando –“a las cabales”, como decían las abuelas- lo que menos tenemos es “patria” porque carecemos de su derivado (el patrimonio) elemental: un lugar donde caerse muertos. Desde hace ciento noventa y nueve años –a los que hay que sumarles cien mil discursos de los sirvientes de la oligarquía y más de doscientos tratados de historia comercial sin libre comercio- se nos viene “dando atol con el dedo” a los que lloramos borrachos por el himno nacional bajo el ciclón del Pacífico o la nieve del norte… o las ruinas escatológicas del sismo de 2001, pues los políticos corruptos –tirándose pedos acres en los sillones de lujo que reverencian el acta que consagró la soberanía nacional de los que tienen mansiones- nos han hecho creer que somos lindos, independientes, soberanos y libres de decidir nuestro futuro bajo los cielos de púrpura y oro de los maquilas de Google, siempre y cuando los mantengamos a ellos en el poder.

Sin embargo, cada día que ha pasado sin que hayamos podido salir de los bares y los burdeles de todos los puertos y capitales de la zona (la Gruta Azul Legislativa, El Calzoncito Rojo Abajo; el Happyland Constitucional; el Tío Sam Nacionalista) nos hemos hecho más dependientes de la política perversa de los políticos de rancia estirpe que nunca serán señalados como esquineros sospechosos; más ofendidos por la impunidad de los que redactan leyes contra la impunidad; más esclavos de la corrupción que se muestra como gendarme de la gobernabilidad en la dudosa y amañada Historia Oficial que nos dice, en el límite de un cinismo que no tiene perdón poético ni estético, que “la lluvia va a terminar cuando deje de llover” en los soberbios volcanes y apacibles lagos de la furiosa pobreza que viven los eternos comelotodo. Desde hace casi dos siglos somos sirvientes de las decisiones de los juristas sin juramentos de honradez y de los políticos sin escrúpulos que nos dictan la forma en que vamos a seguir subsistiendo en la carencia de nuestros hogares queridos, sin perder la sonrisa ni perder el color, porque tenemos ideas cargadas de felicidad, aunque tengamos comedores tristes en cuyos senos sin pezones perfectos hemos nacido y amado el hambre.

Voluntariamente soy, repito hasta el cansancio, el cargador de recuerdos remotos y nostalgias modernas porque esa es la única labor que se niega a doblar las rodillas para descubrir dónde termina la espalda del otro o la otra y se marca la senda florida; la única labor que se niega a poner la otra mejilla ante la infame maquilización y virtualización de todas las otras profesiones (incluida la literatura y, hoy con la pandemia, hasta la educación) en esta patética era de la privatización que ha jurado expropiarnos lo único que nos queda y nos hace medio-ciudadanos: la salud, la educación, la familia, la vejez, la juventud, la intimidad, la cotidianidad, las ilusiones, la memoria, las ciencias sociales y, para terminar de joder, nos están expropiando la historia concreta para que no la saluden irreverentes las nuevas generaciones.

El virus –mejor que un compendio de historia que narra, pero no explica- nos puso en evidencia la lógica de la sociedad salvadoreña, se mostró como el nuevo constitucionalista porque retiene y tiene nuestros hogares queridos. Cualquiera que –como yo- tenga tres neuronas funcionando, se da cuenta de que la historia oficial –patentada por los victimarios- que se nos vende en los libros de texto de sociales; que se nos restriega en la cara en los hiperbólicos discursos -ensayados en los espejos de los baños públicos en los que surgen las bellezas del arte-; que se nos leyendiza en la propaganda electoral de la derecha clonada en el infierno de las bananeras; que se nos injerta en los apócrifos artículos periodísticos de los columnistas del alpiste que se creen los sabios más sabios del mundo… esa historia oficial solo es un sueño sin almohada.

Ver también

¿LE LLEGARÁ EL TURNO A LA CONSTITUCIÓN?

Por: Licenciada Norma Guevara de Ramirios Febrero y un proceso electoral fraudulento abrió la puerta …