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EL ESTANCAMIENTO ECONÓMICO DEL PAÍS BAJO LA DICTADURA: cuando la inseguridad jurídica ahuyenta la inversión

Por David Alfaro
19/11/2025

La gráfica de FORBES sobre el crecimiento económico en Centroamérica muestra algo que salta a la vista: mientras los países vecinos avanzan con ritmos moderados pero constantes, El Salvador aparece rezagado. No se trata de un detalle menor. En una región acostumbrada a lidiar con crisis políticas, choques externos y economías frágiles, ver a un país quedarse atrás debería encender todas las alarmas. Y sin embargo, desde el discurso oficial, se sigue hablando de “milagros económicos” que no existen.

El Salvador registra tasas de crecimiento que rondan el 1.5 y el 1.7 por ciento. Para un país, crecer menos del 2% no es estabilidad: es estancamiento. Es seguir en el mismo punto mientras la población crece, los costos aumentan y las oportunidades escasean.

¿Por qué estamos así? La respuesta esta en la forma en que el modelo de poder ha trastocado las bases mínimas que toda economía necesita para respirar: reglas claras, instituciones creíbles y un entorno donde los inversionistas sepan que su capital no está a merced del humor del dictador.

Desde 2019, el país está atrapado en un proceso de concentración de poder que ha dejado de ser político para convertirse en económico. La toma de la Sala de lo Constitucional, la destitución de jueces, la manipulación abierta de la Asamblea y la creación de leyes hechas a la medida del clan Bukele, han enviado un mensaje claro al mundo: en El Salvador no hay árbitros independientes. Todo depende del mismo grupo que controla el Ejecutivo. Y en economía, eso se traduce en una palabra que pesa más que cualquier campaña publicitaria: INSEGURIDAD JURÍDICA.

La inversión extranjera directa, que debería ser uno de los motores para un país con tantas limitaciones internas, simplemente no llega. Pero no sólo es el capital de fuera: incluso los grandes grupos empresariales salvadoreños, históricamente alineados con el poder político, están moviendo sus fichas con cautela. En vez de apostar fuerte por el país, están diversificando y expandiendo sus negocios en Guatemala, Honduras, Panamá y Colombia. Esto revela algo profundo: los propios oligarcas locales tienen más fe en la estabilidad institucional y en las reglas del juego de los vecinos, que en el rumbo incierto que ha tomado El Salvador.

Y mientras los inversionistas extranjeros miden riesgos, terminan inclinándose por destinos como Costa Rica. Ahí los salarios son más altos, sí, pero esa “desventaja” se compensa con mano de obra calificada, instituciones sólidas, tribunales independientes y un clima jurídico donde nadie teme que una ley cambie de la noche a la mañana por capricho político. Al final, el capital prefiere certeza antes que baratura.

El Salvador, en cambio, se ha vuelto un país donde la legalidad, la estabilidad y el rumbo económico depende del humor del dictador. Ese modelo puede servir para controlar opositores, pero nunca para generar desarrollo. Y en el mediano plazo termina cobrándose caro. El bajo crecimiento ya se traduce en menos empleos de calidad, más informalidad y más dependencia de remesas, que hoy funcionan como sostén invisible de un país que no logra producir suficiente por sí mismo.

Mientras tanto, #Bukele celebra cifras que no existen, crea relatos donde todo es éxito y minimiza los retrocesos como si la gente no sintiera día a día el costo de la vida, la falta de oportunidades y la migración que sigue empujando a miles fuera del país. Pero las gráficas no mienten. Centroamérica avanza, aunque sea poco; El Salvador se queda atrás.

Este estancamiento económico no es un accidente: es la consecuencia directa de gobernar sin límites, sin transparencia y sin instituciones fuertes. Un país puede vivir un tiempo bajo un régimen autoritario; lo que no puede es desarrollarse bajo uno. Porque la economía, a diferencia de la propaganda, siempre termina poniendo las cuentas claras.

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