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DEPORTADOS: LOS HIJOS RECHAZADOS DE EL SALVADOR QUE YA NO CABEN EN SU PROPIO PAÍS

Por David Alfaro
18/06/2025

En El Salvador, emigrar no es sólo una opción; es una salida obligada para cientos de miles que ven en el éxodo la única posibilidad de sobrevivir. Ayer fue la guerra civil, luego las pandillas, hoy es la miseria estructural y la represión disfrazada de orden lo que obliga a salir. Desde 2019, más de medio millón de salvadoreños han abandonado el país. Paralelamente, cerca de 375 mil han sido deportados, muchos con las manos vacías, las esperanzas rotas y el estigma a cuestas.

Solo en los últimos cuatro meses, Donald Trump intensificó sus políticas anti inmigrantes, han aterrizado oficialmente 60 aviones repletos de deportados salvadoreños. Extraoficialmente, se estima que han sido el triple. Hombres y mujeres devueltos en masa, sin recursos, sin red de apoyo y sin políticas de acogida, enfrentan una segunda expulsión: la del desprecio social.

Del sueño americano al estigma nacional

En el imaginario colectivo, el salvadoreño que regresa como turista desde Estados Unidos, suele ser recibido con abrazos. Llevan obsequios, dólares y un aura de éxito. En cambio, el deportado es visto como un “fracasado”. Se le excluye, se le mira con recelo, se le asocia con la delincuencia o la pobreza extrema. Muchos son capturados en el aeropuerto. Muchos regresan endeudados, con préstamos impagables tomados para pagar al coyote que los llevó al norte. Algunos deben esconderse, otros caen en depresión. Muchos no caben ya en el país que los vio nacer.

La complicidad de la dictadura bukeleana

Lo más cruel es que, mientras miles son forzados a salir y luego violentamente devueltos, la dictadura no hace nada por ellos. Peor aún, colabora activamente con los mecanismos de exclusión.

Desde que llegó al poder, Nayib Bukele ha desmontado los programas de acogida y reintegración que existían para los deportados. Iniciativas promovidas por gobiernos del FMLN, que ofrecían asistencia, oportunidades de empleo, orientación o formación técnica, fueron desmanteladas sin explicación. El actual gobierno los ignora, los reduce a cifras. En sus discursos, Bukele prefiere hablar de El Salvador como un «paraíso» de paz, desarrollo y oportunidades. Asegura que nadie se va del país, cuando los datos demuestran lo contrario. Esa narrativa, más allá de ser una negación de la realidad, colabora directamente con la política antiinmigrante de Trump: si no hay crisis, no hay derecho al asilo.

Una diáspora que sostiene el país

La diáspora salvadoreña representa una de las columnas vertebrales de la economía nacional. Con sus remesas —que en 2024 alcanzaron los 9 mil millones de dólares— financian el consumo interno, sostienen a cientos de miles de familias, e incluso salvan al gobierno del colapso fiscal. Sin embargo, mientras se celebran sus dólares, se ignora su sufrimiento, su falta de derechos, su miedo cotidiano.

Una reflexión ineludible

El Salvador es un país que expulsa a su gente y luego les niega el regreso digno. Un país que no ofrece futuro pero exige gratitud. Que criminaliza la pobreza y después culpa a los pobres por huir. Que venera a los que triunfan en el extranjero, pero desprecia a quienes tropiezan en el intento.

El drama de los deportados no es sólo una tragedia individual; es un reflejo de lo que no funciona como sociedad. Y mientras no se enfrenten las causas estructurales de la migración —desigualdad, falta de oportunidades, miseria represión, corrupción—, el país seguirá siendo una máquina de exilio.

Los salvadoreños merecen algo más que ser expulsados. Merecen un país al que quieran regresar. Un país que no castigue la pobreza, que no silencie la disidencia, y que no viva a costa del sacrificio de los que obligó a irse.

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