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De profetas y flautistas

René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES

La palabra es, por esencia vital e intensidad mortal, como la mujer furtiva: abrasadora e inevitable, y se necesita de ambas para descubrir que en el momento de la consumación queda claro que, en términos culturales y otoñales, una cosa es hacer el amor y otra muy distinta coger, poderosa palabra esta que sirve para poner en evidencia la doble moral capitalista. Puesto que es así, tanto la una como la otra deben ser tratadas como seres mágicos y autónomos, o como situaciones fascinantes y extremas del esfuerzo humano, pues se asemejan con el acto de entrega más extremo, sincero y rotundo: la muerte, que es el hecho vital en el que (como si estuviéramos escribiendo y escribiendo sin parar porque creemos que detenernos es rendirse; o deshaciéndonos –un átomo a la vez- sobre un cuerpo desnudo) se nos muestra una forma de ser de lo que está dejando de ser –como la palabra cuando es leída; como cuando un sistema ya no se soporta ni a sí mismo- y eso es una fuente de vida que requiere de la muerte, al igual que a veces es necesario sacrificar un peón blanco para comerse un caballo negro y acercarse al jaque mate; eso es el restablecimiento de la pureza definitiva de los cuerpos, del alma, de las cosas; eso es la gran construcción del descubrimiento epistemológico de sí mismo y de la realidad que, por cobardía gratuita y mala leche de nacimiento, no es pregonado por los tristes profetas de la ignominia ni por los flautistas de Hamelín que viven de la historia mal contada, de la política mal habida, de la sociología sodomizada y de la propaganda mal intencionada que augura catástrofes improbables y oculta las que sí existen para manipular mentes y conciencias.

Pero esos profetas y flautistas tendrán que colocarse aquí: en la plaza Libertad o en las gradas del mercado municipal que se incendia por pura nostalgia, para ser juzgados por el pueblo sin que este recurra a la venganza hepática, porque los juicios políticos de la lucha de clases no se rebajan a ese nivel para no repetir lo que siempre se repite: la injusticia social. En fila india: cada uno y cada cual esperará su turno de pasar frente al espejo de la conciencia popular para apelar, con lágrimas de cocodrilo y gritos de zope, ante el supremo tribunal de las víctimas sin victimario ni portavoz. Y qué será entonces del grito de protesta que esos personajes no lanzaron en las calles y de la consigna que no escribieron en las paredes de las fábricas para acompañar, codo a codo, a sus hermanos cercanos y lejanos, sino que, usando artificios eruditos, se dedicaron a pervertir sus oídos y a tapar sus ojos, con dos grados de estudio, al tiempo que, por servilismo puro, tales profetas y tales flautistas vanagloriaron a su enemigo y a la sociedad que los ha puesto en la cúpula donde están sin que la democracia electoral pueda remediarlo porque eso no se somete a consulta en las urnas ni se denuncia en la Sala de lo Constitucional.

Y qué será de la calentura ajena con que estos profetas y esos flautistas apoyan la validez geográfica del lago de la eternidad de la ausencia y la divinidad del becerro de oro como poder único e imbatible en este mundo y en el otro. Y qué será entonces de los muros, de los museos militares y de la impunidad con que se puso barreras a las pruebas de balística de la historia patria, y que puso trabas legales al ajusticiamiento de la miseria humana que significa el hambre consuetudinaria de quienes creen que es un lujo pequeñoburgués comer tres veces al día, bañarse a diario y usar cincho. Y qué será entonces del traslado nocturno del crimen atroz en los ríos hacia los hombros de los hombres débiles; y qué de las complicidades espontáneas y sucias que lanzaron a la basura tantos años de estudio solo para tener acceso a un mendrugo más grande, que no por eso deja de ser mendrugo; y qué de la rauda delación de las acciones subversivas del pueblo para ganar un puesto con sobresueldo o una candidatura de burdel; y qué de la eterna y triste condición de tener dos nalgas en la cara como atestado principal de la hoja de vida; y qué de las caricias al verdugo de lo colectivo cuyo insomnio no podemos curar; y qué será de la patética tolerancia a las privatizaciones y de la intolerancia a la lactosa por falta de costumbre; y qué de las mentiras matutinas y vespertinas de los medios de comunicación.

Porque, cuando la palabra no es vista así como hemos dicho, toda la miasma del mundo se derrama como aguas negras sobre la impecable ingenuidad del pueblo, sobre su translúcido pudor de santo caído del cielo. Es entonces que la palabra que es tratada como mujer nos permite llegar a la conclusión carnal de que el pueblo es el gran desalojado y el gran condenado del paraíso terrenal y de todos lados. Pero la palabra cierta dicha en el momento del orgasmo de los discursos quemará con alcohol alcanforado las pupilas de los perros del capital y romperá sus tímpanos testigos de la experiencia del Mozote y del Sumpul.

En el fondo: pobrecitos esos profetas y flautistas que se creen ricos y agraciados, hoy creo que las personas humildes no deben ser tan duras ni tan tajantes en su veredicto final porque, aunque ellas no lo quieran o no lo piensen, siguen siendo cristianas y siguen siendo buenas. Lo que pasa es que de vez en cuando va uno de bruto y pide consejos en la cantina del pueblo y sale lanzando dicterios que le sacan peditos de viejo a cualquiera que los tome de forma personal.

Las alternativas son claras: podemos hacer de la palabra un monumento vivo a la verdad revolucionaria o podemos permitir, como lo permitimos en los procesos electorales, que la palabra sea manoseada por los profetas y flautistas del desencanto de las falsas promesas y que de tanto andar de rama en rama se convierta en una ramera que solo acepta el dinero de los ricos. Ni de los vivos ni de los muertos llegará el perdón para ese uso de la palabra.

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