Por David Alfaro
En el teatro de la política autoritaria, los líderes populistas a menudo se presentan como salvadores en tiempos de crisis. Se les aplaude por su firmeza, su discurso directo y sus resultados inmediatos. Pero, como enseña la historia reciente, el poder absoluto rara vez termina sin consecuencias. Rodrigo Duterte en Filipinas y Nayib Bukele en El Salvador son dos actores que, aunque separados por océanos y culturas, representan una misma narrativa: la del caudillo moderno que se cree invencible.
Cuando Rodrigo Duterte asumió la presidencia de Filipinas en 2016, prometió una guerra total contra el narcotráfico. Lo cumplió, pero a un precio altísimo: miles de personas murieron en ejecuciones extrajudiciales, muchas sin siquiera una acusación formal. Los cuerpos se apilaron y el miedo se instaló como política de Estado. Durante su mandato, Duterte disfrutó de popularidad, inmunidad política y el aura de quien “limpiaba” el país a cualquier costo.
Hoy, ese hombre que hablaba con desprecio de los derechos humanos, enfrenta una acusación formal en la Corte Penal Internacional por crímenes de lesa humanidad. Su retórica de invencibilidad se estrella ahora contra el peso del derecho internacional. El “castigador” enfrenta la posibilidad de ser juzgado por sus excesos. Su caída no es sólo política: es simbólica. Muestra que incluso los autócratas con apoyo popular no son inmunes a la justicia.
Del otro lado del mundo, Nayib Bukele ha construido una narrativa similar. Desde que asumió la presidencia en 2019, ha consolidado un control férreo sobre el Estado salvadoreño: removió a jueces, extendió su mandato con maniobras ilegales y ha liderado una guerra contra las pandillas con métodos que recuerdan a los de Duterte: pactar con líderes criminales mientras se castiga al pueblo con detenciones arbitrarias y muerte. Centros de detención masiva, desapariciones, y denuncias de abusos abundan, mientras él se presenta como el Mesías moderno.
Como el Duterte de aquel entonces, Bukele goza de popularidad. Como Duterte, ha hecho del miedo un recurso de gobernabilidad. Y como Duterte, se presenta como alguien que está por encima de la crítica, de la justicia y del sistema tradicional de pesos y contrapesos.
Pero la historia sugiere que este camino tiene un desenlace predecible. Hoy Bukele es aclamado; mañana, podría ser citado por un tribunal internacional. El paralelismo es sorprendente. El poder absoluto, sostenido por la represión y el desprecio al debido proceso, suele terminar enfrentando cuentas.
Rodrigo Duterte pensó que su popularidad lo blindaba. Nayib Bukele parece creer lo mismo. Pero la historia no absuelve por encuestas. La justicia internacional avanza lentamente, pero no olvida. El parangón anecdótico entre ambos no es sólo un ejercicio comparativo: es una advertencia. Porque incluso los caudillos carismáticos, tarde o temprano, descubren que la impunidad no es eterna.