Cultura y política

El portal de la Academia Salvadoreña de la Lengua

CULTURA Y POLÍTICA

Eduardo Badía Serra,

Director de la Academia Salvadoreña de la Lengua.

Si se camina desde la Piazza del Duomo, en Milano, por toda la galería Vittorio Enmanuele II, se llega a una pequeña pero bella plaza llamada Piazza della Scala. Este es uno de los lugares icónicos de la ciudad lombarda, expresión de la cultura universal. Ya en ella, situándose hacia el norte, se encontrará el majestuoso, aunque no grande, edificio de La Scala di Milano; al opuesto, hacia el sur, se sitúa el Comune de la ciudad, el ayuntamiento. En el centro de la plaza hay una gran estatua de Leonardo Da Vinci, cuyo rostro ve hacia La Scala y cuya espalda da al ayuntamiento. El pueblo lombardo, y en general, el pueblo italiano, interpreta la posición de Da Vinci como ignorando la política y viendo hacia la cultura. Leonardo Da Vinci, el gran restaurador de la ciencia y del arte, según se afirma, le da, pues, la espalda a la política y saluda al arte y a la cultura, a la historia, en una palabra, al pueblo.

Nuestro país parece que hace lo contrario. Siempre está de cara a lo política, viendo a lo político, pensando en funcionarios del gobierno, en partidos políticos, en elecciones, en instituciones, y le da la espalda al pueblo, no escucha su voz, ignorando así la historia, cerrando los ojos a la cultura. Las discusiones nacionales están siempre saturadas de lo político, y ello no nos ha permitido llegar a aportes sustantivos para nuestra sociedad. Nuestra sociedad se encuentra ahogada en ese marasmo de la mediocridad política que se vive ya desde hace tanto tiempo. Instituciones y conceptos tan debatidos y controversiales ahora, como la democracia, el estado de derecho, la institucionalidad, la macroeconomía, los indicadores económicos, se han vuelto como dogmáticos, y pareciera una herejía ponerlos en entredicho o someterlos a la discusión y a la sana crítica.

Da Vinci, al centro de la Piazza della Scala, nos dice lo contrario. Da la espalda al ayuntamiento y ve hacia el arte, hacia la música, hacia la cultura; desprecia la política y aprecia el arte. El pueblo italiano, tan culto, lo lee y traduce que él, lo que quiere decir, es que no es la política el mejor reflejo de la realidad ni la mejor vía para el progreso. Esta es una característica común a todos los países cultos, que se rigen y viven llevando sobre los hombros una recia y continuada historia. Estos pueblos viven la cultura, la sienten y la asumen cuando van por las calles, cuando observan sus monumentos, cuando visitan sus museos, cuando discuten en el café. No está la cultura en la escuela, aunque allí se comente, se analice y se profundice, lo cual es muy bueno; pero este discutir la cultura en el aula se graba y se asienta indeleblemente cuando el joven sale a la calle y la comprueba. Esta cultura es un orgullo, es un valor, es parte de su moral concreta. Basta caminar, deambular, sentarse en la banca de un pequeño parque, para estar respirando cultura, y eso hace que se escriba la historia, porque, insisto en esto, la cultura es, al margen de definiciones alambicadas y rebuscadas, simplemente la historia, un producto de la historia. Es la cultura la que hace que la historia se escriba.

El país sufre, no sólo un proceso de desprecio continuo a la cultura, sino más aun, un proceso de transculturación tremendamente agresivo, y nadie parece advertirlo, y menos aún, denunciarlo. En la calle, nuestro pueblo observa, ve un relativismo cultural, lamentable, confuso,  a veces trágico, y el maestro en el aula, que confronta a unos jóvenes con un alto sentido existencial,  presionados por la contingencia, y que ven sólo lo inmediato, lo simbólico, se encuentra con un discurso que no penetra en la conciencia misma de sus educandos, y más aún, si este discurso, el que manda la oficialidad, está saturado de desviaciones y sesgos que le otorgan poca credibilidad. La cultura se matiza y se vuelve ilusoria, falsa.

Es necesario hacer actual aquello que Hegel reclamaba cuando decía que había que limpiar la historia de ese barro que la enmascara. Y un barro que se clava como una roca en la conciencia de los hombres es aquel que se forma teniendo como medio la enajenación de la lengua. Es este un barro difícil de combatir, y cuando se ha anclado en los individuos, difícil, si no imposible, de eliminar. Ese proceso enajenante, alienante, lo sufrimos los salvadoreños con nuestra lengua. Hay un grave y creciente intento, sostenido y continuo, que pugna por sustituirla progresivamente, ese español que ya más de seiscientos millones de personas hablan en el mundo, por lo que se ha dado en llamar una “segunda lengua”, segunda lengua que está ya claramente identificada y que penetra día a día afectando la estructura misma de nuestro idioma, e incluso ocultando casi definitivamente nuestras lenguas originales. Más grave aún, e inexplicable incluso, es que lo anterior muestra visos de ser un intento oficial, si no surgido, por lo menos apoyado por y desde las mismas esferas gubernamentales. Debo recordar que un pueblo puede ser sojuzgado económicamente, y puede resurgir de nuevo; pero cuando un pueblo es sojuzgado culturalmente, ese proceso no tiene retorno, corre en una sola dirección, es irreversible. Este parece ser nuestro caso.

La lengua es la forma en que se expresa nuestra cultura y se asienta nuestra historia. “La verdadera patria del ser humano es su lengua”, decía von Humbolt. Y Unamuno, el gran defensor de Don Quijote, expresaba la importancia esencial de la lengua para la cultura diciendo: “Escudriñad la lengua; hay en ella, bajo presión de atmósferas seculares, el sedimento de siglos del espíritu colectivo”. ¿Qué querría significar el gran pensador vasco al decir que en la lengua se encuentra el sedimento del espíritu colectivo? Pues simplemente que en ella se esconde la cultura, la historia misma de los pueblos. Si se niega la lengua, se niega la cultura, se olvida la historia, se enajenan los pueblos. Y ello, continuando con el filósofo vasco, hace del hombre no otra cosa más que “parte de una vaga humanidad”.

Recordemos bien que los planos estructurales del hombre y de la sociedad, puestos en orden de funcionalidad, son: En primer lugar, el plano de la cultura, el más recio y el más importante, el plano de las creencias fácticas, el de qué cosas reales e ideales se consideran buenas o malas y porqué y cómo, el plano de lo normativo, el de qué conductas son consideradas como obligatorias o no y cómo y porqué, el plano de lo simbólico, el de los significados de las expresiones del lenguaje. Este plano cultural debe siempre constituir la primera prioridad de todo hombre. Luego viene el plano de la participación, donde aparecen los actores, los estatus y los roles, esto es, el plano de la familia, plano este que debe constituir su segunda prioridad. Los dos planos anteriores constituyen los planos de los fines.

Sólo después de los planos de los fines, aparecen el plano político, que es el que corresponde al Estado, y el plano económico, que es el que corresponde a las empresas, ambos constituyendo los planos de los medios. Estos sólo actúan en función de aquellos. Invertir el orden significa corromper las estructuras humanas, y ello lleva al hombre, como diría Ortega y Gasset, a la perversión, porque, dice el filósofo español, “los pueblos que invierten sus valores son pueblos perversos”.

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