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CUANDO UN DICTADOR PIERDE EL APOYO POPULAR, REPRIME

Por David Alfaro
19/05/2025

El régimen de Bukele representa un caso paradigmático del deterioro democrático en América Latina. La concentración absoluta del poder en su figura, que abarca el control del Ejecutivo, el Legislativo, el Judicial, el Tribunal Supremo Electoral y la Corte de Cuentas, configura una dictadura de facto. Esta no es una afirmación retórica: es una descripción empírica del vaciamiento institucional que ha tenido lugar bajo su mandato.

Bukele ascendió al poder impulsado por un respaldo popular abrumador. Ese apoyo, inicialmente legítimo, fue instrumentalizado para desmantelar el sistema de contrapesos y erigir un régimen personalista. La popularidad fungió tanto como escudo ante la crítica como arma para justificar decisiones autoritarias: la destitución de magistrados, la intervención del sistema judicial, la militarización de espacios públicos y la imposición de un estado de excepción permanente. Sin embargo, las condiciones que hicieron posible ese consenso han comenzado a erosionarse.

Datos provenientes de encuestas independientes reflejan una disminución sustancial en su nivel de aprobación: ha perdido cerca de la mitad del respaldo ciudadano que alguna vez ostentó. Esta caída no es un detalle menor; representa una fisura en la legitimidad simbólica que todo régimen necesita para sostenerse sin recurrir abiertamente al uso sistemático de la fuerza.

A medida que se desvanece la legitimidad popular, la narrativa oficial pierde eficacia y la propaganda estatal se revela insuficiente. La ciudadanía comienza a percibir la realidad detrás del discurso oficialista: prácticas autoritarias, opacidad administrativa, concentración de poder, corrupción estructural y violaciones a los derechos humanos. Este desencanto es la antesala inevitable de la critica, la protesta y la movilización social.

Y donde hay movilización, en un régimen sin frenos ni contrapesos, hay represión.

La represión no es un error del sistema bukelista; es su lógica inherente cuando el consentimiento social se agota. Gobernar sin apoyo popular obliga a sustituir el consenso por el miedo. El régimen no busca ya convencer, sino intimidar. La vigilancia masiva, el uso instrumental de la fuerza militar y la criminalización del disenso se convierten en herramientas rutinarias de gobierno.

El caso salvadoreño evidencia un principio político fundamental: el autoritarismo sin legitimidad popular no puede sostenerse sin violencia. Cuando el respaldo ciudadano se agota, el régimen se revela con las tripas por fuera. Bukele ya no gobierna mediante un contrato implícito con la ciudadanía, sino a través de un aparato de control que asume el disenso como amenaza y la crítica como delito.

A corto plazo, este modelo puede parecer eficiente. Pero la historia política demuestra que los regímenes sostenidos por el miedo son, por definición, inestables. La represión no es una estrategia de gobernabilidad duradera; es un síntoma de agotamiento del proyecto político. Tarde o temprano, todo régimen que reemplaza la legitimidad por la coerción, enfrenta su propio colapso.

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