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Cuando la memoria es un inmenso olvido (1)

René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES

“Es mejor cerrar los ojos y olvidarse de todo y de todos para no sufrir, porque ojos que no ven corazón que no siente y en boca cerrada no entran moscas”, dijo doña Esperanza de Vargas -encendiéndole una vela a la imagen de Monseñor Romero- en la entrevista que le hice, en julio de 2015, cuando inicié la investigación sobre los mártires de la universidad en los últimos cincuenta años. Su hijo, Eduardo Vargas, es uno de ellos.

Sin duda, uno de los debates más ardientes en las ciencias sociales es sobre la “memoria histórica”, debate que inicia determinando, primero, si existe como tal y, si es así, cómo podemos definirla y recuperarla –o sea reconstruirla- partiendo de lo concreto real (la memoria desmenuzada en miles de minúsculos recuerdos tirados al azar en el imaginario de la gente de carne y hueso, imaginario que se presenta como un laberinto sin centro) hasta llegar, mediante la abstracción, a lo concreto pensado –la memoria organizada como conciencia social con intereses de clase- que se transforma en el punto de partida de la acción científica, aunque aparezca como punto de llegada. Ese es un debate que junta a las ciencias sociales con los sujetos que frenan o revolucionan la sociedad, lo que obliga a quienes las practican a tomar una posición de clase aunque no quieran… o no lo sepan.

Como parte de la teorización, se puede partir del proceso de recuperación de los recuerdos más impresionantes para armarlos, preliminarmente, como memoria, en tanto acción socio-cultural nacida en los márgenes políticos de la sociedad civil (los grupos de apoyo a los procesos de liberación) con el fin de no dejar en la impunidad los crímenes de lesa humanidad perpetrados por las dictaduras militares, hacer efectiva la justicia y, con ello, tener sus propios héroes y mártires de las luchas populares. En ese sentido, las primeras conclusiones en torno a los recuerdos, como ladrillos fundacionales del muro de la memoria –ya veremos si histórica o de otra índole-, es que esta es un derecho que trasciende y entrelaza las dimensiones personal, sociocultural y nacional.

Los académicos que, directa o indirectamente, militaron en luchas revolucionarias o en sus antítesis –usurpando el papel del historiador, en ambos lados- asumen dos posiciones: la que afirma que la memoria histórica existe y se construye a partir de la conjunción de la memoria y la historia; y la que niega su existencia o impide su recuperación, usando el silencio cómplice o la falacia para negar las condiciones y la necesidad perentoria de la revolución social. Para la sociología crítica, la memoria histórica existe como concepto y como hecho, pero no es un “algo”, es un “cómo”, y está dada por la relación causal, casual, existencial y simbólica que las comunidades –ideológicas, políticas o geográficas- tienen con el pasado como razón del presente, a partir del cual hacen significativo su ser social y su actuación colectiva. Por otro lado, la Historia, como praxis erudita, es la norma escrita de los relatos o los documentos, es decir que es Historia Positiva que los historiadores de derecha convierten en historia positivista.

Siendo así, las comunidades tienen memoria histórica cuando tienen la capacidad simbólica de retener datos e información, por cualquier medio, y recuperarlos a voluntad en sus rituales culturales y de clase: la conmemoración anual del 30 de julio y la del 15 de septiembre; la celebración de la doctrina de Monseñor Romero como líder popular, por citar tres hechos de la misma ecuación con signo distinto. Entonces la memoria histórica es la capacidad de recordar deliberadamente ideas, hechos, sensaciones, relaciones entre conceptos y personas, conflictos y todo tipo de estímulos que ocurrieron en el pasado y que tienen relevancia en el presente para construir la identidad (o la no-identidad), y así como el hipocampo -siendo la estructura cerebral más relacionada con la memoria- no es el punto concreto y exclusivo del cerebro donde se localiza la memoria, la memoria histórica solo es posible si los recuerdos personales casan y se vinculan adrede con los dispersos recuerdos colectivos y son norma escrita por la Historia.

Es esa línea argumentativa la que posibilita construir una tipología de la memoria histórica: si hablamos de los recuerdos asilados o intermitentes que tienen como canal el relato oral en torno a experiencias particulares del emisor, estamos frente a la memoria personal que puede o no trascender más allá de sí misma, lo cual depende de la capacidad de relacionar los hechos; cuando los recuerdos son el eco del pasado colectivo (oral, escrito o fílmico), estamos frente a la memoria histórica (siendo territoriales llamémosla memoria sociológica); y si ambas son sistematizadas severamente –objetivando lo subjetivo; colectivizando lo individual- hablamos de Historia Positiva, es decir de la Historia como ejercicio académico, la cual, al igual que los dos tipos anteriores, es una construcción social que es posible cuando se juntan como un proceso académico y sociológico que cierra las grietas del tiempo-espacio y abre el espacio simbólico de la teoría y el del reconocimiento, reparación y dignificación de las víctimas.

De acuerdo con lo último, se podría considerar la canonización de Monseñor Romero desde dos ángulos: como un territorio de la memoria, siempre y cuando potencie su doctrina de lucha popular; o como una pérdida de la memoria si se convierte su doctrina en estampita, como la inmensa mayoría de santos.

Por tal razón es que considero que la memoria histórica no es un “algo” dado, sino un “cómo” dándose que transita por las dimensiones: teóricas, humanas, sociales, cronológicas, legales, políticas, culturales e ideológicas.

Sin lo teórico, por ejemplo, los recuerdos no tendrían un resguardo estable y se perderían sus lecciones; sin lo legal, los recuerdos se desconectarían de los derechos humanos, se avalaría la impunidad (El Salvador está harto de ella) y terminarían siendo un ejercicio baladí que no compensa el dolor de parirlos, así como sería baladí la canonización de un mártir si no se hace justicia con sus victimarios; y sin lo político e ideológico, los recuerdos seguirían produciéndose y reproduciéndose como la memoria del victimario y quedarían fuera los intereses de clase (que es lo concreto pensado de la realidad que le da sentido a la memoria) que montan relaciones de poder hasta cuando hay que decidir cómo y cuándo armar la memoria histórica y cómo difundirla o recuperarla. Siempre el punto central al hablar de memoria histórica es el “cómo”.

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