Crecer con el sol

CRECER CON EL SOL

Por: Mauricio Vallejo Márquez

Escritor y editor Suplemento Tres mil

 

Me pareció una buena idea. Eso de levantarme junto al sol para inundar con mi presencia las calles. Claro que era algo poético para mis 12 años. Mi abuela July me lo hacía ver con la magia que necesitaba para motivarme.

Sin embargo, levantarse antes de las 5:00 de la mañana no es tarea fácil para quien nunca lo ha hecho, y yo tenía alguna experiencia en ello porque la entrada en el colegio era a las 7:00 de la mañana y obviamente había que estar un poco antes (algo que no siempre pasaba). Creo que la mayoría de ocasiones llegaba pasada esa hora. Mi mamá me despertaba a las 6:00 de la mañana y había que correr. Mi mamá conducía como esos corredores que uno ve en las películas. Sentía que nos íbamos a estrellar, pero al final mi progenitora lograba su objetivo: me dejaba en el colegio y ella llegaba a su trabajo. Pero, volviendo a la idea de madrugar, el plan no era levantarme de la cama a las 6:00 de la mañana. Debía hacerlo a las 3:30 de la madrugada, por lo que mi entrenamiento comenzó por irme a acostar temprano. Parecido al perico de la casa que guardaban en su jaula poniéndole un conjunto de toallas sobre esta para que se durmiera a gusto, ya que la electricidad seguía encendida por horas.

En mi caso la cosa era más sencilla. Me habían facilitado una cama plegable con su respectiva colchoneta que se comenzaba a preparar a las 6:00 de la tarde, para que yo cenara media hora después y estuviera listo para reposar. Cuando eran las 3:30 mi abuela me despertó los primeros días y me indicaba que todo lo hiciera procurando el menor ruido posible para despertar el sueño de mis tíos, que se habían acostado a medianoche leyendo o estudiando. Sabía que no había que encender la luz eléctrica y que al ducharme la llave no debía hacer demasiado ruido. Luego el resto era menos difícil, me iba de nuevo a donde estaba mi cama, me vestía y pasaba a desayunar. Úrsula me preparaba unos huevos tibios a los que le ponía unas gotas de limón, una gota de chile y un poquito de salsa inglesa para untarlo en el pan francés. También la leche con cereal o con trozos de tortilla eran parte de mi primera comida, en tanto que el huevito me resultaba la parte más deliciosa del día.

Vivíamos en el Reparto Santa Clara, en San Jacinto. Para llegar donde se tomaba el bus que me llevaba directo al colegio, la ruta 26, debía caminar hasta la ex casa presidencial. No era tan complicado porque era una línea recta, el detalle era que esa línea recta dependía de una inclinación pronunciada que dejaba a los pulmones neófitos agotados. Igual esos primeros días tuve como compañero de aventura a Jaime, quien caminaba junto a mí hasta llegar a la parada de buses.

Había soluciones más fáciles. Podría levantarme más tarde, tomar la Ruta 22 y en cuestión de 5 o 10 minutos podría tomar la 26 y llegar a una hora prudente al colegio. Pero, dos décadas después comprendo que mi abuela me quiso dar una gran lección de vida.

Tan temprano hacía el viaje que llegaba antes de las 6:00 de la mañana al Colegio Miralvalle, donde el vigilante me abría el portón y me dejaba esperar en la cochera hasta que fuera la hora de entrada. Ahí la disciplina bajaba y tras recostarme sobre mi bolsón caía profundamente dormido hasta que el vigilante salió de nuevo para abrir los portones.

La dinámica la seguí desde sexto grado hasta octavo. Pero aunque procurara hacer el menor ruido, a mi padrastro le desagradaba y se quejaba de que dejaba húmedo el baño y que el ruido no le permitía descansar. No importaron todos mis cuidados, el problema se hacía más grande cada día, así que bajé el ritmo y perdí la costumbre.

Fue hasta que laboré en El Diario de Hoy que lo recuperé, para ser precisos cuando laboraba en Deportes, para aprovechar la madrugada que ocupaba para leer y escribir. Me despertaba a las 3:00 de la mañana y producía, fue una buena época. Lamentablemente muchos de esos libros se perdieron y el golpe de su ausencia aún me recorre perezosamente por la espalda al recordarlo.

Ahora el madrugar se vuelve parte de mí. Y gracias a eso, leo y estudio. Para escribir, ya no necesito la madrugada. Es fundamental la disposición y obligarme cuando es imprescindible para hacerlo, mientras la madrugada sigue siendo la mejor hora para leer y crecer. Justo como decía mi abuela July: “crecer con el sol”.

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