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Rafael Lara Martínez, antropólogo y lingüista salvadoreño, ha brindado cuatro charlas magisteriales de manera virtual abordando temas como el miedo, mitos, violencia de género, ocultamiento del trabajo de grandes académicos salvadoreños y la actual coyuntura a partir del COVID-19. Foto Diario Co Latino/Archivo.

Bio-política salvadoreña  Teosofía y sexualidad

 

Rafael Lara-Martínez

Tecnológico de Nuevo México

Desde Comala siempre…

Buscando la abertura del río [el] deseo voluptuoso.  Salarrué

 

I.  Del origen denegado

II.  Teosofía y sexualidad

II.  I.  De Salarrué…

II.  II.  … a Baratta

III.  Coda teosófica-sexual

 

I.  Del origen denegado

 

Todos provenimos de un movimiento social tumultuoso.  Tan turbulento que la memoria lo borra.  La historia lo oculta.  La antropología lo calla.  Hay una confabulación generalizada por disimular el origen.  Para justificar el tachón existe la excusa de la ciencia.  Siempre se recurre a la razón a la hora del silencio abusivo.

 

Hay una señal de nacimiento.  Se tatúa indeleble en todo el cuerpo.  Invisible indica el ritmo originario.  Pausado a veces, violento en ocasiones.  Pero siempre es un movimiento social inquieto.  Agita los sedimentos profundos del cuerpo individual y nacional.  Pero el temor, acaso el horror a nombrarlo, lo disimula sin cese.

 

Nadie quiere hablar de la noche de los comienzos.  De la lluvia de meteoritos.  De la ráfaga de misiles que lo engendran.  Ese Big Bang se pierde en la oscuridad de los tiempos.  “En una noche oscura, con ansias de amores inflamada” (San Juan de la Cruz).  El cuerpo decreta su origen.   Su comienzo sin palabras ni idioma.  Sólo resplandecen balbuceos sordos, un susurro jadeante y un choque estridente.  A veces sólo quedan gemidos que documentan el origen.

 

Su mención la rige el miedo.   Se trata de un terror de tal magnitud que toda la documentación primaria se excluye.  Adrede se tacha para que el origen acuático y cavernoso del ser humano —el Chicomoztoc mexica— quede relegado al mito y a la ficción.   Pero las aguas primigenias y la cueva originaria resurge en la memoria pese a la censura.

 

Que el ritmo de los cuerpos no afecta lo social.  Que los agentes históricos son asexuados y carecen de deseo.  Expresan los tabúes más profundos de las ciencias sociales.  Su manera de pensar la condiciona un medio puritano que, con el engaño, encubre un simple hecho objetivo: el cuerpo biológico y sexuado de los agentes históricos.  Encubre el deseo carnal.

 

A continuación se ejemplifica el silencio.  La historia legitima el mutismo al remitir la evidencia que comprueba la sexualidad de los agentes históricos a la ficción y a la literatura.  Los estudios culturales, por su parte, se contentan de repetir el juicio más tradicional.  La evidencia testimonia de la esoteria y de la teosofía como refugio contra la modernidad.  Por el instante, en el 2012, asegurar que existe un paso obvio del movimiento de los cuerpos a los movimientos sociales es un tema inédito y prohibido.

 

 II.  Teosofía y sexualidad

 

El horror que produce el cuerpo humano explica que no exista un solo trabajo sobre su papel central en la teosofía.  La propuesta actual consiste en separar la experiencia espiritual del ente biológico.  El ideal aplicaría en el 2012 la predicción de Salarrué.

 

El avance de la humanidad augura que la parte animal del ser humano —el cuerpo y la sexualidad— desaparecería para dar lugar a una experiencia puramente espiritual.  Sin tal realización no habría un cambio histórico verdadero.

 

“El hombre del futuro nacerá de un contacto superior”, sin huella de una sexualidad animal y rastrera (Salarrué, La sed de Sling Bader, 1971).  El avance evolutivo erradicaría esa tendencia primitiva para revertirla hacia una existencia humana sin cuerpo.  Sería posible que en el futuro tampoco pruebe alimento, evidencia de su pretérito depredador y de su crimen carnívoro.

 

Pero mientras esa utopía pos-corporal y pos-sexual no suceda, dos teósofos salvadoreños —el propio Salarrué y María de Baratta— testimonian del papel de la sexualidad en la política nacional.  Testifican el uno por su experiencia personal y la otra por su teoría civilizatoria.  Ambos atestiguan el origen denegado por la historia y por los estudios culturales del siglo XXI.

 

Su condición es emblemática.  Salarrué representa al mejor escritor salvadoreño de la primera mitad del siglo XX.  Se trata de una artista integral: pintor y músico.  Baratta destaca por su legado en lengua náhuat-pipil.  De su generación, es la única que logra transcribir la lengua indígena más importante del país.  Esta tarea nadie más la lleva a cabo, ni siquiera la erudición de Francisco Gavidia.

 

II.  I.  De Salarrué…

 

El único libro que Salarrué publica en 1932 se intitula Remotando el Uluán.  A la búsqueda de un realismo testimonial —en el cual las palabras copian los hechos— la tónica del comentario no varía en un medio siglo.  Desde Hugo Lindo (1969) a Ricardo Roque Baldovinos (1999), sus antólogos repiten la necesidad de leerlo como descripción de “regiones de contenido mágico” para el primero y simple “alegoría esotérica” impenetrable, para el segundo.

 

Ni el auge de los estudios de género ni los estudios culturales bastan para ahondar en la “construcción arquitectónica […] surgida del amor”, en palabras de Lindo.  El cuerpo expresa el tabú permanente de esos treinta años de estudios salarruerianos.

 

Sin embargo, las indicaciones que ese “amor” no remite a una simple experiencia anímica —“difícil para quienes no estamos iniciados” (Lindo)— son obvias en la siguiente cita.  La vivencia iniciática y mística se materializa en lo carnal.

 

El “fumbultaje musical” místico “con Gnarda […] abr[e las] aguas vírgenes” de la verdadera experiencia poética de Salarrué, “tras [las] caricias y mimos” teosóficos de “una abertura circular [¿femenina?] que tenía el aspecto de laguna”.  En la “glorieta del deseo” —pleno de “emociones sensuales”— “se unieron nuestros labios y nos besamos”.  “Mostraba […] sus bellos senos de mármol”.  Entre “las nebrunas sensuales y las alectaras sensitivas”, el autor se hunde en un “enorme lirio de embriagador perfume” y de “deleite indescriptible”.  Al concluir el contacto libidinoso, “nuestros cuerpos se sentían exhaustos, flácidos como si su energía emotiva hubiese sido agotada” (Remotando el Uluán, 1932).

 

Todo iría sin más.  Se trataría de una simple experiencia sexual de Salarrué la cual disfraza de misticismo.  Mejor aún, la relación carnal impulsaría la experiencia esotérica.  No habría una oposición entre el cuerpo y el espíritu.  Por lo contrario, habría una consonancia absoluta entra ambas esferas, la material y la anímica.  El éxtasis corporal propulsa el espíritu a regiones estelares inexploradas.

 

El viaje astral de Salarrué supondría una travesía náutica por el cuerpo femenino y una experiencia sexual plena.  Nada más trivial que el uso de una metáfora marítima para expresar la relación carnal y la satisfacción masculina del acto copulativo.  Salarrué no es el primero ni el último escritor que recurre a dicho símil marinero.

 

Ya se sabe que “la alegoría” es “la invención del otro”, la invención de la otra, Gnarda, y el invento de sí mismo como otro, Euralas (J. Derrida, Psyché, 1987).  Ser “como un piloto en su navío” —Salarrué en “la proa de nuestro bioyo”— desglosa el acto metafórico en su vocación de transporte y comunicación entre las diversas caras del autor y sus Otro/as.

 

Todo iría sin más si no fuera que a la diferencia de género se añade otra de raza y una tercera de cultura.  “Gnarda era perfectamente negra y perfectamente bella […] iba desnuda como toda mujer”.  Una neta diferencia de color distingue al autor —hombre blanco— de su amante “negra”, además de la indumentaria que caracteriza a la figura masculina.  Hombre-blanco-vestido versus Mujer-negra-desnuda señala una neta dicotomía de jerarquía social.

 

Esta distinción resulta esencial en un país cuya bio-política establece la equivalencia entre la raza mestiza y la nacionalidad.  Tal identidad nacional la justifica el presunto pensamiento marxista salvadoreño.  La utopía comunista sería la disolución de toda distinción racial gracias al mestizaje.  “En la medida en que crece y se desarrolla la cultura mestiza, más se aproxima la era de su triunfo con la cual El Salvador llegará a ser una auténtica república de hombres libros […] sin limitaciones de desigualdades por la pigmentación de la piel” (A. D. Marroquín, Apreciación de la independencia salvadoreña, 1974).

 

Dejo de lado por el momento cómo se resolverá esa igualdad de “pigmentación” entre todos los ciudadanos  La propuesta bio-esotérica y marxista la resolverá Baratta en breve.  Al instante, me interesa resaltar que la relación teosófica y sexual que entabla Salarrué se mueve bajo tres parámetros: uno de género, hombre-mujer, otro de raza, blanco-negra y un tercero cultural, vestido-desnuda.

 

Para evaluar su razón política bastaría cambiar la raza del género femenino.  Me pregunto qué sucedería si una mujer blanca —Zelie Lardé, por ejemplo— escribiera sobre su “fumbultaje musical” con un hombre negro en El Salvador, no sólo en los años treinta sino en la actualidad.

 

Si Salarrué sumerge su sexualidad bajo la teosofía, dejo que el lector elucubre cómo San Salvador juzgaría que una mujer declare “era perfectamente negro y perfectamente bello”.  Así era el hombre “desnudo […] como todo hombre” quien, con sus “caricias y mimos” hurgaba mi “abertura circular que tiene el aspecto de laguna” y de “bosque […] cerrado”.  Penetraba las “minerías” de mi cuerpo.  Su ternura me produjo “un placer terrible” al “ofrecerle” mis “bellos senos de mármol”.  Y “ligeros estremecimientos” me conturbaron al explorar mi “sima subterránea”.

 

Dudo que tal confesión se juzgue como misticismo femenino en pleno apogeo…

 

II.  II.  … a Baratta

 

Para rematar ese aspecto bio-político de la teosofía —un hombre blanco posee el derecho de goce místico y sexual  de una mujer negra— hay que leer una larga cita de Cuzcatlán típico.  En sus líneas María de Baratta desglosa la necesidad de elevar una raza de su color cobrizo hacia lo blanquecino.  El ideal marxista —la desaparición de todo pigmento distintivo— se insinúa como un acto religioso de “transfiguración” racial.

 

A la raza blanca, a los europeos, les corresponde la “misión redentora” de “perfeccionar el mundo”.  Este “mejoramiento”  traduce una razón de “perfeccio[namiento]” racial.  Si la actualidad hablaría de industrialización, de desarrollo técnico, de transferencia de tecnología, etc., en Baratta el “ideal de todo progreso” presupone una bio-política de orden místico.

 

La raza blanca posee la “elevada misión” del “mejoramiento de las otras”.   El “desarrollo” histórico implica un blanqueamiento progresivo del “tinte hosco” indígena hasta lograr su “transfiguración” racial.  La “asunción” teosófica borra el color cobrizo “de la escoria” para diluirlo en “el tipo moreno”.

 

Es un hecho comprobado por la ciencia que la organización de la raza india, es inferior y más débil que la europea […] esta raza en su elevada misión sobre el planeta, no busca sólo su perfección, sino que procura el mejoramiento de las otras.  Ella, ha conquistado el mundo con todo su poderío y en ella está el ideal de todo progreso […] instruye, educa, civiliza y perfecciona […] ahora pone sus energías en la perfección física y el desarrollo intelectual y moral de las demás razas.  Aquí en la América está borrando en el antiguo cuadro el tinte hosco de una raza meticulosa, para fijar en el lienzo su hermosa transfiguración […] no desmaya en su misión redentora […] purificar el mundo de las escorias que lo profanan […] la mezcla de la raza blanca con la roja ha dado el tipo moreno, caracterizado por su hermosura voluptuosa aunque no tenga el delineamiento simétrico de su arquetipo […] este nuevo tipo lo admiran los viajeros que vienen de la vieja Europa, principalmente en nuestras mujeres, que tienen en sus gracias toda la poesía de nuestros campos y en sus ojos la esplendorosa luz del celo tropical […] la raza india, pues, va purificándose paulatinamente, bastan tres o cuatro generaciones para que la sombra cobriza desaparezca y surja la morena […] el tipo indio sui generis, desaparece por la asunción de la raza blanca, que lo pule y perfecciona, bajo a presión de su potente naturaleza…  De modo que, dentro de poco tiempo, la raza roja americana, con todo su aparato de singulares costumbres, pasará a la Historia (Baratta, Cuzcatlán típico, 385-386).

 

La cuestión crucial consiste en preguntarse sobre la manera en que se realiza esa “asunción” astral —“intelectual y moral”— del indígena hacia un plano espiritual y material semejante al de la raza blanca.  La bio-política esotérica no sólo se ejerce en el alma.  Su realización inscribe su huella en la materia.  Se tatúa en el cuerpo físico de los habitantes del país.

 

De esos pobladores sobresalen “nuestras mujeres”.  Como en el caso de Salarrué, Baratta insinúa una distinción de género y racial.  El hombre europeo y blanco se regocija de la hermosura de la mujer mestiza.  Ella encarna un nuevo paradigma de color más pálido, el cual refleja la geografía del terruño.  Su cuerpo sutil exhala “la poesía de nuestros campos”.

 

Pero la cuestión crucial permanece vigente.  Para que surja ese nuevo prototipo biológico de belleza, es necesaria la intervención sexual de dos seres humanos.  Si Baratta deja pendiente el acoplamiento ideal —blanco-cobriza, viceversa, cobrizo-blanca— Salarrué no se presta a dudas.  Hay un privilegio masculino, del hombre blanco, en la fecundación que “pule y perfecciona” a las “demás razas”, a las “inferiores”.

 

Hacia la época ese privilegio posee un nombre legal.  Se llama derecho de pernada el cual ejercen los hacendados en las hijas de los colonos.  De nuevo, si la historia borra toda evidencia al respecto, la novela regionalista tradicional la desarrolla como temática privilegiada.

 

El poder político del hacendado no se reduce a la obtención de un bien agrícola: café hacia la época.  El verdadero poder político se ejerce sobre el cuerpo sexuado de los peones,  Tal potestad es una de las enseñanzas máximas de la literatura regionalista que los estudios culturales desechan.  Que la historia borra en su temor a referir el cuerpo sexuado de los agentes sociales.

 

III.  Coda teosófica-sexual

 

De la tradición teosófica resultan dos pilares ideológicos del poder político del hacendado.  En primer lugar, el derecho de pernada se justifica por el blanqueamiento evolutivo de los peones indígenas, según el cuadro del  desarrollismo racial de Baratta.  En segundo lugar, el goce sexual del hombre blanco con la mujer de color significa una plataforma material para su experiencia varonil y espiritual.

 

Si Baratta sería una ideóloga ingenua de ese régimen de opresión sexual, Salarrué sabe que debe esconderlo bajo un abigarrado disfraz.  De lo contrario, el hermano de la hermosa Gnarda blandiría un “fino puñal con mango de concha” argumentando que se aproxima la hora de “la honra”: el 32.  He ahí una flagrante insinuación de la manera en que una publicación de 1932 refiere el 32, mientras  “cerraba la noche” y el autor “coge fruta ajena”.

 

El hecho que hoy se llama “abuso sexual” hacia la primera mitad del siglo XX  posee múltiples nombres.  Se denomina “derecho de pernada”, “perfeccionamiento de las razas inferiores”.  Este hecho excluido por la historia del siglo XXI produce un deleite pasmoso muy parecido al “fumbultaje musical” de los teósofos.  Al “fumbultaje musical” de cuyo estruendo o armonía denegados provenimos todos los seres humanos.

Ver también

«Orquídea». Fotografía de Gabriel Quintanilla. Suplemento Cultural TresMil, 20 abril 2024.