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Año pre-electoral: ¿de la desilusión al nuevo encanto? (1)

René Martínez Pineda
Sociólogo, UES

Como lo mostraron las presidenciales de 2019, las elecciones salvadoreñas se encuentran paradas sobre una paradoja política: pese a vaticinar luchas cada vez más competitivas y comprensivas, aún corren el riesgo de padecer de un déficit de legitimidad estructural producto de -por lo menos- cincuenta años de manoseos. Más allá de su ideología o afiliación partidaria, una significativa cantidad de personas han renovado -desde febrero de 2019- sus deseos de participar en las elecciones, sin embargo, una importante mayoría de ellas aún las percibe como “poco limpias”. Tras décadas de mejoras inocuas en la integridad de los procesos electorales (porque nunca tocaron la corrupción y manipulación que los signa), la lógica política de los grandes partidos tradicionales se agotó por completo y se entró en un proceso de reconstrucción de la confianza ciudadana.

En ese contexto, lo que hay que debatir hoy es la calidad misma del sufragio (su conocimiento de causa y el poder real de afectación de la realidad) cuya soberanía es pervertida o anulada por factores institucionales, culturales, jurídicos y clientelares –reales o artificiales- de compra, manipulación e intimidación del voto. Entonces, hay que investigar las diversas formas en que se ejerce el sufragio como acto individual, y las circunstancias heredadas que fomentan o vedan su autonomía, secretividad e igualdad, tanto numérica como no numérica. Pero ¿cuál es la razón por la que millones de salvadoreños no creen en las elecciones, aunque participen en ellas?, ¿cuál es el ritual venéreo que los faculta o ilumina para tomar la decisión de abstenerse o anular su boleta, o la de votar a lo ciego por zutano o mengano?, ¿hay estrategias sociológicas para investigar y luego comprender a profundidad todas las dimensiones y aristas del sufragio individual y colectivo?, ¿qué relación directa tienen estas con el funcionamiento estructural de las instituciones nominalmente democráticas, con las políticas públicas y con la legitimidad democrática de los gobiernos?

Estas preguntas, ausentes en las décadas anteriores, deberían definir la agenda teórica y política del año 2020 para que los resultados de 2019 no sean otro accidente electoral. Estoy hablando de enfocar los esfuerzos en la transformación electoral que permita iniciar una nueva ola de democratización nacional que aborde el voto individual y colectivo como actos racionales y clasistas que dependen de la cultura política.

En este punto, la relación paradójica entre el territorio del desarrollo socio-económico y la territorialidad del sufragio cuestionan a las teorías clásicas de la revolución social y a las de la modernización de la democracia. En comparación con las llamadas democracias fuertes -donde la opción de voto depende de los niveles de bienestar y educación-, en países como el nuestro son las comunidades pobres las que –esperando que esta vez sí les cumplan las promesas- más acuden a las urnas, mientras que las ciudades son más abstencionistas debido a que la desilusión es más consciente y latente en los imaginarios producto del amplio acceso a la información que se tiene, relación que parece haberse invertido en las elecciones de 2019.

En ese sentido, es un hecho sociológico la comprensión de esa geografía mutante de la participación ciudadana en las elecciones. Y es que contrario a su supuesto signo “universal”, el sufragio no es una práctica unívoca ni uniforme que obedece a un solo patrón general sodomizado por la propaganda.

Para comprender los modos de su uso actual hay que rastrear las formas elitistas en que se propagó en lo urbano y abordar sus dimensiones históricas, geográficas, antropológicas, políticas, psicológicas, sociológicas, económicas y culturales. La sociología política plantea una gran diversidad de arreglos y formas de comportamiento electoral efectivo, las cuales pueden estar fundadas por factores comunitarios o identitarios que contienen y retienen aspectos de tipo social y/o territorial, racional y/o irracional, individual y colectivo, comprensivo y/o simplemente clientelar, factores que pueden hacer del comportamiento electoral un hecho estructural o un abrupto accidente coyuntural. El desafío político y teórico consiste, así, en fundir distintos enfoques para contribuir a una sociología comparada del sufragio individual, y para actualizar sus relaciones político-prácticas con: la participación y la representación; la discordia y la inclusión; la falsa institucionalidad y la legitimidad democráticas; la lógica política honesta y la corrupción como gendarme de la gobernabilidad.

Aunque el imaginario popular piense lo contrario (o le hayan hecho pensar lo contrario), votar no es sinónimo de elegir y de ser elegido por la mayoría, y las elecciones no son sinónimo de democracia porque no son usadas para democratizar lo fundamental: los medios de producción. Como lo demuestra la sociología de la nostalgia -que tiene que ver con las ausencias y presencias históricas- existe una colección muy amplia y variada de tipos de sufragio, y por eso hay una gran diversidad de sistemas electorales con muchas formas distintas de votar.

Lo que no hay que perder de vista es el origen aristocrático y el espíritu fascista de los méritos de los candidatos en las democracias electorales que, desde su invención como tales, fortalecen a las elecciones como acto ritual, las que -en concordancia con el ideal ateniense de designación por medio de un sorteo en el que participaban solo las élites esclavistas- en la mayoría de los casos no son democráticas.

Recordemos que las elecciones se inventaron -supuestamente- para idear y tomar decisiones colectivas -por unanimidad, por mayoría, por pluralidad o por simple proporcionalidad- y estas han venido adecuándose a los intereses de las clases sociales dominantes desde la fundación de las primeras comunidades humanas organizadas políticamente. En cambio, la extensión constante e inevitable del sufragio universal es un proceso socio-histórico mucho más reciente, y que está lleno de contingencias tecnológicas, ambivalencias ideológicas y contradicciones de clase. Más allá de su uso ritual debido a que perdieron seriedad y legitimidad, y de su talante simbólico como argumento clave de lo que implica la ciudadanía en la actualidad, el sufragio y las elecciones son prácticas e instituciones sociales con múltiples usos, contenidos y significados que, en la mayoría de ocasiones, son dictados por el poderío económico.

Con base en lo anterior, el voto podría manifestar una opinión racional e individual de lo político que tenga los pies en la tierra y las manos en los bolsillos para que pueda ser la expresión de una identidad colectiva y del deseo de reclamar los derechos de una comunidad propia que ha sido expropiada, o en el peor de los casos, responder a una lógica de intercambio simbólico inocuo o clientelar.

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