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ALMUERZO ENTRE DIOSES (continuación)

Armando Molina

Escritor

–¿Por qué son las cosas así? –estaba diciendo Raúl en voz alta –¿Por qué son las cosas así, Dios mío?

Pero la pregunta le parecía insondable. Recordaba perfectamente la época tranquila, los días en que había sido relativamente feliz hacía apenas seis años. Recordaba el golpeteo de sus tacones tejanos chasqueando sobre el asfalto y las medallas de oro golpeándole el pecho al andar aquella cálida tarde de marzo. Cuando se bajó de su camión en la gasolinera y ordenó que le revisaran el motor pues iba muy lejos. Cuando su voz era la misma que ya no era hoy y los demás hombres como él aún le escuchaban. Recordó cómo había rodeado el camión y se había encontrado con la alegre sonrisa de aquella muchacha morena de ojos saltones y pícaros que le trataba de usted; la delicada mano de uñas rosadas que él había tomado entre las suyas al ayudarla a descender del camión. Recordaba el cálido y tierno besar de la muchacha en la oscura acera del parque, mientras su mano se hundía apresurada entre aquellos pechos duros y sanos que le había parecido dos melones tiernos; su brazo izquierdo cruzándose hacia abajo sobre aquellas caderas que temblaban como flores; el peso de su cuerpo sobre el de ella insinuando su miembro viril y duro; el cuerpo de ella bajo el suyo. . .

Pero en seguida, el peso de su cuerpo le temblaba bajo las piernas; sus manos no se hundían ansiosas en aquel cuerpo tierno y jadeante, sino entre las costras de la mujer borracha; el apestoso cuerpo de áspera piel plomiza era el que respondía a sus caricias. Por eso ahora, cuando hacía el amor –lo cual ocurría muy rara vez—no podía ver aquel cuerpo sin perder la esperanza de dejar de beber.

El borracho exfutbolista apareció. Traía en la mano el frasco de medio litro con la mezcla de alcohol y agua de un turbio color blanco.

–¡Aquí viene el almuercero! –exclamó, subiéndose al andén–. ¿Ya está lista la comida? –agregó–. Yo ya me di un farolazo y la verdad es que traigo hambre –. El hombre se acercó al cubo de hojalata donde hervían los desperdicios. –¡Por Dios que se ve bueno este cardán! –dijo, y se volvió hacia Raúl –. ¿Ya le pasó la cólera, licenciado?

Raúl no respondió. Se frotó el pelo con la mano. Después dijo:

–Dele un trago a la Martita.

–Claro, hombre, no faltaba más. A ver, Martita, venga tómese un trago para que vaya entrando en calor.

–Gracias, Julio –dijo la mujer, y tomó el frasco con la mano temblorosa.

–No lo vaya a derramar, Martita. Mire que es el néctar de los dioses.

–Qué ocurrente que es usted –dijo la mujer, empinándose el frasco.

Vicente se fue al fondo de la vieja estación. Regresó al poco tiempo con cuatro pequeños cubos de hojalata. Las etiquetas de los cubos eran azules: «Leche CETECO. Leche de Campeones». Vicente le dio uno a cada uno. –A ver, a ver –dijo, acercándose a su primo–. Veamos cómo está ese trago.

–¿Qué tal, Martita? ¿Cómo se siente? –preguntó el exfutbolista.

La expresión de la mujer se había transformado en una mueca de estupidez.

–Ya me está entrando hambre –respondió la mujer.

–¿No se lo dije? –exclamó su interlocutor–: El néctar de los dioses.

Vicente se empinaba el frasco sobre su inflamado rostro. Sus brazos brillaban como escamas al contacto con el sol. Su primo le vio.

–Hombre, déjele algo al licenciado antes de que se enoje conmigo.

–Está bien, déjelo –dijo Raúl.

–No, licenciado. Ahí hay tres para cada uno.

Vicente se limpió los labios hinchados con el dorso de la mano.

–Esto está bueno –dijo–. Venga, licenciado, le toca a usted.

Le pasó el frasco con la mezcla. Raúl se lo empinó con vehemencia, y cerró los ojos. Bebió un largo trago y sintió cómo el líquido le desgarraba las entrañas. Se limpió los labios con la mano y escupió fuera del andén. Se quedó quieto, esperando la reacción.

–Voy yo –dijo Julio, el exfutbolista, y se bebió un largo trago.

El cubo de  desperdicios humeaba lentamente. Hacía un momento que Vicente lo había bajado de la hornilla para que se enfriara. La mujer miraba el frasco que el exfutbolista tenía en la mano. Tenía los ojos extraviados.

–Venga para acá, Martita, échese uno bueno para que le de hambre de veras –dijo el exfutbolista.

Le tendió el frasco con el turbio líquido blanco.

La mujer lo agarró; las manos le habían dejado de temblar violentamente. Ahora las movía con torpeza. Se llevó el frasco a la boca. Cuando se lo empinaba se le derramó un poco del líquido sobre el pecho.

–¡Por la puta, tenga cuidado, mujer! –bramó el borracho exfutbolista–. ¡Mire que no lo regalan! –se abalanzó sobre la mujer y le arrebató el frasco.

–¡Perdóneme, Julio, perdóneme! –decía la mujer, aferrándose al frasco.

–¡Déjela, cabrón! –gritó Raúl.

–¡Usted coma mierda, pendejo! ¡No se meta!

El borracho quitó del frasco las manos de la mujer.

–¡Que la deje le digo!

–¡Y yo le digo que no se meta conmigo! Usted no me conoce todavía.

La mujer les miraba con el rostro idiotizado. No parecía comprender lo que los dos hombres discutían. Vicente les interrumpió.

–No vayan a desperdiciar ese trago –dijo en una voz tranquila. Él había presenciado discusiones como esa durante dieciocho años. –Mejor tomémonos otro trago y después nos tiramos el almuerzo.

Los dos hombres se callaron. Se miraban el uno al otro con desprecio. El exfutbolista tenía el frasco de mezcla en la mano. Lo apretaba con violencia. Los ojos le brillaban entre las ranuras de los hinchados párpados.

–A ver, Julio –dijo Vicente para calmarlo–. Regáleme otro trago, primo.

Julio, el exfutbolista, le alargó el frasco sin hablar. Vicente bebió un largo trago. Después le ofreció el frasco a Raúl. Éste lo agarró y se lo empinó sobre sus labios. Nuevamente sintió el líquido arrasándole el pecho y cómo la sangre se le agolpaba en la cabeza queriendo romperle las venas. La mente se le nublaba paulatinamente. Le ofreció el frasco a la mujer que se había movido hacia él con los ojos ansiosos. Fue entonces que aquel rostro le pareció como una obscena caricatura; algo tan vil y sucio como la misma mariposa junto a las moscas. Veía el humeante cubo con los desperdicios. La mujer sonreía y gesticulaba algo al exfutbolista. Aquel se echaba a reír y se rascaba los brazos; hilillos de sangre se desprendían de su piel de garrobo; se los frotaba con saliva. Vicente estaba hablando. No podía escucharle. Tenía la impresión de estarle viendo a través de un lente al revés. Su cara se le parecía a la de un gusano, con la cara hinchada… aquel pelo blanco. Y aquellas escamas en los brazos. Algo andaba mal. Raúl sentía la necesidad de comer, pero su estómago era como un hoyo ardiente, la lengua se le pegaba entre los dientes…

La mujer continuaba riéndose con el exfutbolista. Aquel le ofrecía los últimos residuos del frasco. Raúl vio cuando ella se lo empinaba, esta vez sin derramarlo. ¡Ah, maldita perra! Cómo reía ahora. Y pensar que él había tratado de ayudarla. ¡Y ahora reía la maldita! Ya vería la próxima vez. ¡La próxima vez te mueres, perra hedionda! ¡Ah, cómo la odiaba! ¡Maldita! ¿Por qué prefería la figura de aquel maldito con los brazos de garrobo y no a él? ¿Acaso había sido amable con ella? ¡Ah, maldita perra, la próxima vez verás! Ya lo verás.

Raúl les enfoca con los ojos entrecerrados; se balancea de un lado a otro con el cubo de hojalata en la mano. Mientras ríen, los otros empiezan a servirse del cubo de desperdicios; se sirven aquella masa blanquecina que nada en un líquido grueso. Tienen las frentes sudorosas. Las moscas zumban a escasos metros y la mariposa todavía está clavada entre ellas. La mujer que tendía ropa hace tiempo que regresó al interior de la casa de putas. Las sábanas blancas cubiertas de sol brillante parpadean al viento. El ruido de autobuses y el rumor de la ciudad se oyen a lo lejos. . .

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