¡Adiós Nafría?

Álvaro Darío Lara

Escritor y docente

 

En 1984, completamente seguro que lo único que podría estudiar en la universidad, era la carrera de Letras, ingresé a la UCA.

En esos primeros años comunes, los estudiantes de la otrora Facultad de “Ciencias del Hombre y de la Naturaleza”, tuvimos grandes y recordados maestros como el P. Rodolfo Cardenal con su Historia de la Cultura, y profesores bonachones como Agustín Fernández y sus psicologías.

Pero, sin duda, una de las figuras que infundían verdadero temor a los jovencitos de ese ayer cada vez más lejano, era la por entonces, Ana María Nafría de Inclán, una cuarentona española en extremo rigurosa, de fuerte temperamento, poca paciencia y poseedora de una de las caligrafías más indescifrables que yo recuerde. Su pizarra era un mural egipcio, plagado de intrincados problemas gramaticales. Sí, Nafría, era lingüista, y su clases eran las famosas lingüísticas I y II, que debimos sufrir inevitablemente, y que hicieron no a pocos interesados en las letras, desistir en los primeros ciclos. En esas iniciales materias estudiamos a Saussure, a Seco, y a otros gramáticos, lexicógrafos, filólogos y conexos. Para los que cursábamos letras esa era solo la muestra del botón, ya que más tarde vendría, la temible Gramática Superior y los Seminarios de la Lengua.

En honor a la verdad, pocos afectos tenía Nafría entre sus alumnos, por esa pedagogía  y didáctica tan especial que se gastaba. Su clase, sólo me recordaba las aulas de la España franquista, inflexible, vertical, y excluyente: “o sabes o no sabes”, “o eres inteligente o eres un idiota”.

Muchos se cuentan, entre los avergonzados públicamente, en los famosos ejercicios de análisis sintácticos de oraciones subordinadas, que por supuesto, se hacían frente a toda la clase, mientras nuestra maestra corregía y corregía, al mismo tiempo que fumaba y fumaba. Desde luego eran tiempos, donde todos fumábamos, sin las restricciones (algunas bastante exageradas) de hoy en día. Y fumar era un verdadero escape, ante los embates de semejante soberbia falangista desatada por los sujetos y los predicados; los complementos, la morfología, y los verbos infinitos.

Sin embargo, el tiempo, ¡ah el tiempo!, todo lo cura y endereza, todo lo instala en su justo sitio. El tiempo, la vida, fueron modificando el carácter propio y ajeno. La madurez se fue imponiendo lentamente, y gracias a esas clases y a todas  las de nuestros queridos mentores de la carrera, como: Rafael Rodríguez Díaz, con sus historias literarias; y el extraordinario Francisco Andrés Escobar (1942-2010), con su Teoría Literaria, Estilística y Poética, nos formamos; y luego, nos ganamos, honradamente la vida, a fuerza de yeso y de pizarra; de escritura y periodismo cultural. Y ahí se nos fue la existencia.

Por todo ello, nuestra inmensa gratitud a la gran maestra, a la querida colega de claustro universitario, Ana María Nafría, cuya noticia de su partida final leí en un periódico de  noviembre del año pasado. ¡Esta flor de gratitud para su luminoso recuerdo!

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