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Actualidad de la Roma antigua (II)

Luis Armando González

Otro ejemplo es el del uso de la barba por parte de un jerarca del poder político romano. La profesora Beard hace notar que fue Adriano -décimo tercer emperador después de Augusto- el primero en hacerlo. El cambio en las imágenes de este emperador, y los siguientes, fue evidente. “Habría que estar medio ciego -escribe Beard- para no percatarse del cambio drástico que se había operado en el aspecto del gobernante casi al comienzo del siglo II d.C. Con al acceso de Adriano en el 117 d.C., después de más 100 años de relatos imperiales si rastro de pelo facial (solo una mínima barba incipiente si estaban de duelo), empezaron a representar a los emperadores con barbas completas, una moda que se prolongó durante el resto del siglo y bastante después del periodo que abarca este libro (p. 439)”.

En realidad, la moda de la barba, como parte de la imagen de líderes políticos, llegó con fuerza al siglo XX latinoamericano, cuando hacia 1959, con la revolución cubana y su influjo, las barbas -inspiradas en Fidel Castro, el Che Guevara y Camilo Cienfuegos- se hicieron parte de la indumentaria de los revolucionarios, y sus simpatizantes, desde México hasta América del Sur. Y las barbas siguen vigentes en el siglo XXI.

Mary Beard dice que la decisión de Adriano es un enigma, pese a que, en su momento, algún autor sostuviera que era para ocultar sus granos. “¿Acaso -se pregunta la autora- un intento por emular a los filósofos griegos del pasado?”. Y continúa: “Adriano era un admirador de la cultura griega, al igual que el filósofo Marco Aurelio. ¿Fue, pues, parte de un intento por intelectualizar el poder imperial romano, por representarlo en términos griegos?, ¿apuntaba en la dirección contraria y se remontaba a los rudos héroes militares de la Roma más primitiva, anterior incluso a la época de Scipión Barbato de comienzos del siglo III a.C., cuando lucir barba parecía algo excepcional en un romano? Es imposible saberlo y no existe ningún texto romano que explique la aparición de las barbas (pp. 439-440)”. En cuanto a nuestros revolucionarios barbudos, cabe sospechar que la barba, además de mostrar su dureza personal, también revelaba su entrega a la una lucha que se libraba en zonas montañosas (o que ahí adquiría sus rasgos definitorios), en las cuales ni se tenía tiempo ni condiciones para algo tan pequeño burgués como afeitarse.

Por último, la pretensión de cada nuevo emperador de comenzar su mandato de cero, realizando obras de infraestructura -como palacios, templos y anfiteatros- nunca vistas, según cada uno de ellos, en el imperio. Por supuesto que no se partía de cero, sino de lo realizado previamente, pero la idea era creer y hacer creer que lo que iniciaba con el nuevo emperador era algo inédito en cuanto a su magnificencia; y las referencias positivas al pasado incumban más a los héroes fundacionales que los antecesores en el poder imperial, principalmente al antecesor inmediato. “Muerto el emperador, viva el emperador”: ese fue el precepto que se impuso. Y, en muchas ocasiones, en la anulación del emperador muerto debía procederse con la mayor prisa -para lo cual siempre había servidores del gobernante anterior dispuestos a atender a un nuevo amo-, como sucedió, como indica Mary Beard, con Claudio cuya cabeza se esculpió, una vez muerto Cayo (Calígula), en un molde ya iniciado con la cabeza de este.

A propósito de esto último, los emperadores más demonizados por sus sucesores fueron los que murieron asesinados, en tanto que los que murieron en sus camas fueron ensalzados, especialmente por sus hijos y herederos. “La política del cambio de régimen -dice Beard- tuvo una influencia decisiva en la forma en que pasaron a la historia los distintos emperadores, pues que se reinventaron las trayectorias y el carácter de los personajes imperiales al servicio de aquellos que los siguieron (p. 430).

No quiero terminar esta reseña del libro SPQR. Una historia de la antigua Roma sin mencionar la inquietud que manifiesta su autora por el lugar de la gente común en todas estas tramas de poder que hicieron transitar a Roma de una República a un Imperio, que vivió momentos críticos, que anunciaban su final, con el saqueo de la ciudad en 410 d. C., por parte de Alarico y sus visigodos. De los aproximadamente 50 millones de habitantes en el Imperio, la mayoría “serían campesinos, no las fantasiosas creaciones de los escritores romanos sino pequeños agricultores a lo largo y ancho del imperio… Para estas familias, poco importaba quién estuviera en el Gobierno, las diferencias no iban más allá de un recaudador de impuestos diferente, una economía más amplia en la que vender sus productos y un mayor abanico de baratijas que comprar si tenían suficiente dinero sobrante (p. 472)”.

Quienes, dentro de esos 50 millones, eran pobres en el límite, ni siquiera han dejado alguna huella de su existencia, pues “los que nada tienen dejan muy pocas huellas históricas o arqueológicas. Los efímeros barrios de chabolas no dejan marcas permanentes en el suelo; los que son enterrados sin nada en tumbas sin señalizar nos dicen menos de sí mismos que los que van acompañados de elocuentes epitafios (p. 475)”. Pareciera que la matriz histórica romana -con la opulencia de unos pocos y la miseria de la mayoría-, y no sólo unos determinados hábitos políticos, sigue siendo el marco organizador de bastantes de nuestras sociedades, en América Latina, África y Asia.       

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