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2014: el recuento de los daños (2)

@renemartinezpi
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En el corazón de esas enormes monstruosidades iluminadas e impersonales llamadas hiper malls -que se erigen imponentes, try con nuestra complicidad, check sobre la sed futura (privatizándola) y que tienen a la venta todo lo que el salario mínimo no puede comprar- se conoce, sale se reconoce y se acepta de buena gana la oscura pequeñez del hombre moderno, lo cual se convierte en la paradoja perfecta para convocar la inacción social y la amnesia, pues, como recuento de los daños, el hombre moderno se caracteriza por: su miedo de indígena recién conquistado que cree que el conquistador es bueno e invencible; la tristeza de indigente medieval que, por tener una concepción errada de la religión, le teme al paso de la vida, frente a la felicidad postmoderna de las cosas-humanas que reinan así en el cielo como en la tierra, amén; su ignorancia erudita y primitiva que lo lleva a creer en la efectividad de las pócimas modernas y en la validez ideológica de la falacia de los votos cruzados para alcanzar el triunfo total frente a los espíritus malignos que le roban el alma, pues no existe ninguna diferencia sociocultural, -¡ninguna!- entre creer que “el ojo de venado” protege a los niños contra el “mal de ojo” de la pobreza, y creer que aquel perfume, ese desodorante, esos zapatos, ese vestido, esa camisa o esa gaseosa nos hará seres irresistibles o únicos.

Esa cosificación de los hombres y de la vida -bajo la forma de recuento de los daños que hacemos todos los fin de año- se nos pone de manifiesto cuando, con tristeza inútil, nos damos cuenta de que los juguetes son más felices que los niños, porque los niños han empeñado su infancia; de que el automóvil último modelo es la referencia principal de nuestro currículum vitae, porque las virtudes y conocimientos son válidas cuando son medibles; de que unos zapatos caros, y siempre nuevos, son más efectivos que el honor de la palabra dada, porque la corrupción es una valor social de alto prestigio; que la felicidad sólo es buena cuando es comprada y perversa o cuando se le da como caridad al pueblo, para que deje de joder tanto pidiendo aumento de salario o mejores prestaciones.

La infelicidad de los hombres –que a veces nos hace maquillarnos como payaso para tener una pequeña idea de lo que significa reír a carcajadas, aunque por dentro el alma se esté haciendo un puño y el corazón sea una esponja llena de lágrimas- no puede contra la felicidad de las cosas, esa es la más grande de las maldiciones lanzadas por el capitalismo contra quienes lo sostienen. Qué decir contra una camisa que es feliz y lanza carcajadas ruidosas a través de sus etiquetas, sin importarle que el sastre que la confeccionó no tenga un tan solo ojal en la cara; o contra un zapato de puro cuero que es feliz y cómodo sin importarle que el zapatero tenga hijos que andan descalzos; o contra un muñeco que es feliz y con prestigio social, sin importarle que el artesano que lo cubrió de colores alegres y proporciones perfectas haya olvidado cómo sonreír porque, de niño, nunca tuvo un juguete; o contra la botella de agua potable que es feliz y diáfana, porque quien la envasa, y quien la compra, no se ha dado cuenta de que, desde hace mucho tiempo, inició la privatización del agua.

Pero no es solo su esencia de humanidad lo que los hombres alienan en los productos de su trabajo, sino su destino y su capacidad de pensar, porque viven en un mundo donde el destino ha sido privatizado y, por eso, los pobres se enfrentan a los pobres (privatizando, así, la lucha social) con todas las armas que tienen para disputarse el pequeño espacio donde reina el desconsuelo, ese tiempo-espacio donde cada fin de año se hace un recuento de los daños sufridos porque la utopía todavía no ha dado vuelta en nuestra esquina; porque la utopía todavía camina con pies de plomo.

Para los pobres, para los desocupados, para los analfabetos, para los tristes más tristes del mundo, para los arrimados, para los indocumentados todos los días son igual de jodidos pero contentos y corren el peligro de estar contento de estar jodido; para los pobres más pobres todos los gobiernos son iguales porque los daños causados por el capitalismo tienen casi dos siglos de vida y eso no se resuelve en el corto plazo y corren el peligro de hacer de la impaciencia un argumento teórico y político; y cada año que arranca el último pétalo del calendario que nos dieron en la barbería sabatista no es más que un recuento festivo de las bajas sufridas en la batalla a muerte contra el poderoso ejército de la miseria que –con alevosía, premeditación y ventaja- usa la más letal de las excusas de destrucción masiva inventadas por el hombre: rezar sin usar un mazo o un látigo para sacar del templo de nuestra vida a los mercaderes que lo pervierten todo.

El recuento de los daños del año viejo: un expresidente ladrón sin pena ni condena; una calle vestida de genocida; un salario mínimo que no alcanza ni para lo mínimo; unos diputados con salarios indignos que comen caviar; unos funcionarios con un ejército de guardaespaldas para sentirse como los patrones que combatieron. Sí, -mis compañeras, mis compañeros- todavía el inventario de los daños es infinitamente mayor que el inventario de los logros, que son muchos, que son muy buenos, pero ese es el largo y sinuoso camino que hay que transitar juntos, sólo falta rectificar con algunos nombramientos y abusos que, francamente, entristecen a todos aquellos que dieron su vida por la utopía. Pero más allá del largo recuento de los daños que nos dejó el año, la izquierda sigue siendo la mejor opción de vida si logra vencer el mayor reto de la izquierda latinoamericana: ser izquierda.

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