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Una reflexión sobre la finitud del tiempo personal

Luis Armando González

Uno de los textos de mayor densidad moral e intelectual es este del Eclesiastés, que dice así:

“Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora. Tiempo de nacer, y tiempo de morir; tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo plantado; tiempo de matar, y tiempo de curar; tiempo de destruir, y tiempo de edificar; tiempo de llorar, y tiempo de reír; tiempo de endechar, y tiempo de bailar; tiempo de esparcir piedras, y tiempo de juntar piedras; tiempo de abrazar, y tiempo de abstenerse de abrazar; tiempo de buscar, y tiempo de perder; tiempo de guardar, y tiempo de desechar; tiempo de romper, y tiempo de coser; tiempo de callar, y tiempo de hablar; tiempo de amar, y tiempo de aborrecer; tiempo de guerra, y tiempo de paz”1.

Se trata de una valoración radical y profunda sobre la importancia del tiempo para la vida humana, una importancia que, lamentablemente, no siempre se reconoce. El texto no se refiere al tiempo físico, es decir, al tiempo de los sucesos que atañen a un universo independiente de los seres humanos, sino a la temporalidad tal como éstos la experimentan y viven. Por una parte, el tiempo personal de vida (el tiempo de cada ser humano individual para vivir) es limitado: inicia con la fecundación de un óvulo y un espermatozoide y finaliza con la muerte.  Ese es todo el tiempo del que se dispone (o del que se dispuso) para  realizar propósitos, sueños y proyectos; para ser felices y para sufrir, para hacer el bien o hacer el mal, y, en lo que se refiere a lo verdaderamente crucial, para sobrevivir.

En el lapso de tiempo finito que va del nacimiento a la muerte no se dispone –como es lógico— de “todo el tiempo del mundo” para dedicarlo a una sola actividad, propósito o compromiso. El tiempo finito del que se dispone globalmente (desde el nacimiento hasta la muerte) debe ser, a su vez, dividido en partes discretas, mismas que corresponden a las distintas necesidades, desafíos y compromisos de las personas en sus propios contextos de vida.

¿Cómo se reparte a lo largo de cada trayectoria personal y en cada momento de la misma el limitado tiempo del que se dispone para vivir? Depende de cada quien y de la sociedad en la que se vive, pero también depende de la sabiduría que se ha adquirido en diálogo con hombres y mujeres críticos y sabios. Es justamente con sabiduría –como la plasmada en el texto del Eclesiastés— que las personas pueden (podemos) caer en la cuenta de que “todo tiene su tiempo” y de que es crucial saber ponderar no sólo qué es lo que merece, en cada momento, una inversión de nuestro (limitado) tiempo, sino cuánto de ese tiempo será dedicado a ello.

Y no se trata de un asunto de carácter exclusivamente moral o intelectual, sino de algo en lo que se juega la supervivencia y el bienestar biológico, psicológico y social de las personas. Más aún, la realidad biológica, psicológica y social de cada individuo humano obliga, se quiera o no, a un uso discreto2 del tiempo personal, es decir, prohíbe el uso ese tiempo en una única actividad, un único propósito o una única responsabilidad. Así, dado que los seres humanos son seres vivos, tienen que dedicar tiempo a las distintas actividades que aseguren su funcionamiento y bienestar biológicos, pues de lo contrario se pone en juego su propia supervivencia.

No hay de otra: tiempo para alimentarse, tiempo para reproducirse, tiempo para descansar y recuperar energías, tiempo para completar el ciclo metabólico… Como seres sociales, el tiempo para las actividades laborales es inevitable para quienes no tienen recursos que les eximan de trabajar. ¿Cuáles actividades laborales? Aquellas que permitan acceder a los ingresos económicos mínimos para satisfacer no sólo necesidades básicas (alimentación, vestuario, vivienda, salud), sino otras vinculadas al bienestar y a la realización personal (por ejemplo, educativas, culturales, deportivas y de esparcimiento). Aquí, si una actividad laboral específica no permite el acceso a los recursos económicos necesarios, las personas tienen que dedicar tiempo a otra actividad (u otras actividades) que permita complementar los ingresos requeridos.

Dedicar todo el tiempo destinado al trabajo –el tiempo del día, de la semana, del mes y del año destinado a actividades que generen ingresos para la supervivencia y el bienestar personal y familiar— a una sola actividad que no genera ingresos suficientes compromete la supervivencia y el bienestar del individuo y de quienes dependen de él. Se debe tomar nota, asimismo, de que el tiempo dedicado al trabajo es una porción del tiempo total del que dispone una persona a lo largo de su trayectoria de vida y en cada momento de ella. En un día (24 horas: tiempo finito), por ejemplo, si se resta el tiempo que se dedica a dormir (8 horas), alimentarse (4 horas) y movilizarse hacia el lugar de trabajo (2 horas), quedan unas 10 horas para actividades laborales. Si una única ocupación no permite acceder a los recursos básicos para sufragar los gastos personales y familiares,  esas 10 horas se fragmentan en otras actividades (o se destina parte de las mismas a una actividad distinta), siendo un contrasentido que se dediquen en su totalidad a aquélla. Si ello sucede, la persona vería afectada drásticamente su condición de vida, pues los recursos económicos a los que accedería serían insuficientes y no tendría tiempo para acceder a otros.

La gran barrera es el tiempo personal y su finitud, lo cual contrasta con los variados usos que se tienen que hacer del mismo y con la sempiterna necesidad humana de más tiempo para todo. Es decir, los seres humanos siempre estamos necesitados de tiempo, pero éste es un bien limitado en nuestras vidas. Disponemos de un tiempo finito para existir, de ahí las ansias de eternidad siempre vigentes en la cultura religiosa. Disponemos de un tiempo finito en nuestro diario vivir, de ahí las tensiones y presiones por dividirlo en aquello que sea más urgente, aunque no siempre sea lo más relevante para la felicidad y la realización individual y colectiva.

Pese  la presencia ineludible de la finitud del tiempo en nuestras vidas,  hay quienes se han negado y se niegan a aceptarlo; y, en estos tiempos, ha cobrado vigencia la ilusión de contar con un “tiempo ilimitado” en las dinámicas personales, familiares y sociales.  Es esta ilusión la que se hace presente en eslóganes laborales como “24/7” que pretenden hacer creer que hay quienes pueden dedicarse, continuamente, a una actividad laboral  24 horas al día, los 7 días de la semana. Es imposible. Es absurdo. Tanto así que, poco después, adalides de la formulación aclararon que se trataba de una atención institucional ininterrumpida, aunque realizada por distintas personas, o sea, el tradicional trabajo por turnos.            

        Más allá de curiosidades como la señalada, la ilusión del “tiempo ilimitado” (de que las personas contamos con un tiempo infinito), cuando se une con la idea de que hay actividades únicas en las que se debe utilizar (exclusivamente) ese tiempo, da lugar a tensiones personales y familiares que se ven agravadas si esa dedicación exclusiva no asegura los ingresos económicos que una persona y su familia necesitan para vivir. En fin, qué le vamos a hacer: los seres humanos no disponemos de todo el tiempo del mundo, y saber cómo usamos el tiempo del que disponemos –para lanzar piedras al río o para sacarlas, para amar o para odiar, para edificar o para destruir, para llorar  o para reír, para hablar o para estar en silencio, para escuchar una clase o para asimilar lo aprendido en ella, para trabajar o para descansar del trabajo— es tener una mínima dosis de sabiduría. Y, en la misma línea, lo que se acaba decir del tiempo también aplica a las energías personales: son finitas, son limitadas. También se requiere sabiduría para no malgastarlas.      

San Salvador, 25 de mayo de 2022

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