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Una reflexión en el día del maestro

Luis Armando González 

El mes de junio, en El Salvador, debería ser un mes importante para quienes valoran no sólo el cultivo del conocimiento, sino el cultivo de hábitos para una convivencia civilizada. Actores decisivos en estos dos ámbitos vitales son los maestros y las maestras. Sin importar la precariedad de las condiciones en las que les toque hacer realidad este doble propósito, siempre están ahí, dando la batalla ante la adversidad.

No se trata de caer en romanticismos ingenuos, sino de rendir el debido homenaje a esos héroes y heroínas que dedican su vida a enseñar a otros en barrios, colonias, pueblos, cantones y caseríos a lo largo y ancho de la República. Tengo una doble convicción: la primera, que el sistema educativo nacional no  ha caído en una bancarrota total –pese a los desmanes y desaciertos institucionales— debido al trabajo cotidiano de sus profesores y profesoras; y segunda, que de la poca civilidad y decencia que aún existen en El Salvador una cuota significativa corresponde a sus docentes.

Sé que hay quienes no han dudado ni dudan en vilipendiarlos, culpándolos de todos los males habidos y por haber en la educación. También están los que profesan un desprecio irracional hacia la profesión y el ejercicio de la docencia. Quizás los peores son aquellos que, simplemente, minusvaloran el quehacer de los profesores y profesoras; es decir, suponen que o bien se puede prescindir simple y llanamente de su aporte en el proceso educativo o, en el mejor de los casos, se les puede dar un lugar “menor” en la formación de las nuevas (y no tan nuevas) generaciones.

Me temo que el párrafo anterior describe el ambiente que predomina en algunos ámbitos no sólo estatales, sino sociales. Debo decir que es esperanzador que tal clima no sea –hasta donde yo lo creo— generalizado, pues hay espacios en los cuales se respeta y reconoce el papel cultural y social de los maestros y maestras. En mi caso personal –que llevo ya a mis espaldas más de 30 años en el ejercicio de la docencia universitaria— es grato recibir, aun en estos tiempos aciagos, muestras de agradecimiento y respeto por parte de autoridades de distintas universidades y por parte de mis estudiantes.

Ellos y ellas lo saben bien: nada me dignifica más que el que me llamen “profesor”. Y es que soy un defensor acérrimo de esta denominación, por encima de otras que se han puesto de moda, pero que, sin dejar de tener importancia, no expresan lo que significa ser un profesor, o sea, ser un problematizador que aguijonea la conciencia (los saberes y pseudo saberes) de sus alumnos y alumnas.

Para problematizar a los demás hay que problematizarse uno mismo. Y nada mejor para ello que el dominio crítico y sistemático de conocimientos y metodologías científicas, lo mismo que el dominio crítico de conocimientos filosóficos y literarios. Desde mi punto de vista, esto es lo propio y específico que los docentes (profesores y profesoras) aportan a la sociedad. Luego están los cómo compartir esos conocimientos, hábitos y habilidades (y los valores intrínsecos a ellos) a los demás.

Esos cómo van desde la pizarra, el  borrador, el yeso y el plumón hasta las plataformas tecnológicas. Lo que da sentido educativo a todos estos recursos, y otros, son las capacidades cognoscitivas y comunicativas de los maestros y maestras. Y es que siempre que se cultive el conocimiento, la moralidad y la decencia habrá educación. Esto es, justamente, lo que hacen los maestros y maestras de nuestro país y del mundo.

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