Armando Molina
Escritor
Meses atrás, mientras investigaba un artículo sobre la vida y obra del filósofo francés Albert Camus, me encontré, por una de esas deliberadas casualidades, con un par de piezas periodísticas suyas que me llamaron mucho la atención. Me llamaron la atención, precisamente por la frescura y la vigencia de su contenido; pero más que todo, por la afinidad que manifestaban con una de las inquietudes que, en lo personal, más directamente me afectan. Me pregunto si esta afinidad en inquietud es compartida por otros escritores y artistas, quienes posiblemente atraviesen situaciones parecidas a la mía.
La situación a la que me refiero es aparentemente simple. No obstante, he tenido la oportunidad de corroborar que no estoy solo en este plano de especulación. También me he dado cuenta de que su dilucidación me ha llevado a profundizar en el tema y me ha dado una idea más clara de la complejidad del mismo. De hecho, los mismos artículos corroboraban el caso, ya que fueron escritos por Camus hace poco más de cincuenta años. Los dos artículos a los cuales me refiero planteaban la relación o, por otro lado, la disociación que puede existir entre las necesidades y los deberes políticos y sociales de un artista como ciudadano y hombre consciente de su tiempo; y las necesidades estéticas y creativas del hombre como artista.
En sus artículos Camus trataba de establecer un delicado balance entre las dos posiciones arguyendo, por un lado, el imperioso deber del artista de “comprometerse” o solidarizarse con las causas humanas siempre y cuando los objetivos de estas fueran la reivindicación de la justicia social y el respeto a los derechos humanos; y por el otro la terrible necesidad del artista por obtener esa creatividad tan huidiza que tiene como fin alcanzar una coherencia estética en el medio que ha escogido.
La cuestión sería entonces: ¿Solidario o Solitario? Solidario con los hombres y sus luchas por obtener esas metas de justicia social. O solitario en esa contienda narcisista y dolorosa cuyo resultado es, a veces, la realización de esa visión estética coherente que completa al artista.
Nada más refrescante.
Pero repito, esta situación no es nada nueva. Es tan vieja como el sol. ¿Es necesario sacar conclusiones sobre el tema? Y si las conclusiones son necesarias, ¿lo son para quién? Estas son algunas de las preguntas que me hice en mi interior. Es más, me las venía haciendo desde hace varios años, siempre ahí, en mi mente, en primer plano, latentes. Por muchos años sin resolver. ¿Pero, siguen sin resolverse estas preguntas con el paso de los años, sigo sin encontrar ese punto medio, ese balance que me permita seguir siendo un ciudadano consciente de las circunstancias históricas en las que me ha tocado vivir, y que a la vez me permita seguir trabajando en esos ideales estéticos? Me gustaría decir que estas preguntas me tienen sin cuidado. Pero al decir eso me convertiría, sin lugar a dudas, en un cínico.
Y si por otro lado respondo que sí, que lo he encontrado. Entonces el tema perdería relevancia para mí, ya que realmente no lo he hecho y toda ulterior explicación resultaría inútil.
El horror del mundo. La belleza sensual del mismo. He ahí los extremos del planteamiento. Está claro que ambos están íntimamente ligados puesto que podría decirse que me ha tocado vivir en el primero, contemplando e intentando gozar del segundo. El punto de contacto entre estas dos líneas de experiencia, mejor dicho la delicada y apenas visible línea divisoria entre ambos sería el balance ideal que los artistas tendrían que buscar en sus vidas. Pero esta conclusión suena demasiado simple, la idea aparece demasiado elemental para dejar de ser sospechosa. O bien podría tomar otras dimensiones. Por ejemplo, una vez encontrado ese balance, ¿cuál es el precio a pagar para seguir manteniéndolo? Esta es una de muchas preguntas que hacen que el tema se convierta en algo complejo y espinoso, ya que a medida que uno penetra en él los espectáculos cambian a medida que cambia el escenario –por hacer uso del lenguaje del teatro.
Ahora bien, con el primero las alternativas podrían ser tan diversas como las opciones en un juego de ajedrez: El artista podría poner de su parte un alto interés y, ante todo, tiempo para perseguir con energía aquellas causas humanas que a su modo de ver tiendan a mejorar la calidad de la vida humana y las metas de justicia social, a la vez que se tiene tiempo para la creación de obras artísticas de gran contenido estético y que reflejan de manera ideal esa visión y ese universo que lo convierten en un artista. De la misma manera, el artista-humanista podría capitular tristemente con una visión distorsionada del bienestar humano y convertirse en un charlatán moralista con poses de librepensador. Y las ilustraciones son numerosas en esta última instancia.
Pero estos son riesgos a tomar.
Y en la vida del artista el riesgo es un elemento esencial de su obra. Es en tomar riesgos donde radica la belleza del arte. Por lo tanto es un componente que puede ser descalificado de antemano. La pregunta que se plantea es aquella de averiguar si se es posible o no encontrar ese punto medio, esa comunión ideal entre los objetivos estéticos que busca el artista y el marco histórico, político o social en el cual le ha tocado vivir. Empezar a preguntarse si la solución radica en dedicarse al uno y abandonar al otro. O, en última instancia, si el artista se pone al servicio de la humanidad haciendo uso de la belleza del arte.
Muchos responderían que sí a la primera pregunta, casi sin detenerse a pensar en lo que esta respuesta podría implicar. Otros dirían que no de la misma forma. Otros optarían por un compromiso entre los dos extremos. Y otros (escéptico o astutos) dirían que optar por el uno, con la exclusión consciente del otro y viceversa. ¿Hay alguien equivocado aquí? ¿Son válidas las respuestas? ¿Tiene más valor una que la otra? A estas alturas del tema parece necesario echarle un vistazo a la historia. Pero me temo que revisar la historia podría resultar en extremo tedioso y un tanto fácil de interpretarla de manera equívoca. Volvamos a nuestro elemento.
En sus artículos, Camus hace uso de los términos “impresión” y “compromiso” en referencia a este planteamiento. Con esto quiere decir que desde el momento en que el artista se abstiene de adoptar una posición dentro de esa arena donde se mueven leones y mártires, desde ese preciso instante esa selección puede ser considerada una posición claramente definida y por lo tanto castigada o alabada como tal, dependiendo de cuáles sean sus circunstancias o el grado de “compromiso” o “impresión” que ponga a su servicio.
Yo también opto por la impresión: me parece un término más adecuado. Para ilustrar la idea: en lugar de alistarse como voluntario a una causa, el artista hace su servicio obligatorio. Me atrevo por lo tanto, a estar de acuerdo con esa nomenclatura.
Y es que en esta época en la que nos ha tocado vivir es fácil observar que el artista o intelectual que habla y clama es castigado; y si al contrario, se torna modesto y se mantiene en silencio, es entonces brutalmente culpado por su silencio.
Por otro lado, nuestra época es demasiado interesante como para dejarla pasar desapercibida; es más, nos empuja a interesarnos en ella. El horror tiene ciertas ventajas, indiscutiblemente. En medio de una situación tan peliaguda como la que se plantea aquí, el artista no puede mantenerse apartado de ninguna de ellas para dedicarse a perseguir aquellas reflexiones e imágenes que tanto trabajo y empeño reclaman. No obstante es precisamente este mecanismo el que más a menudo de observa en la historia.
En lo personal, nunca he pretendido mantenerme apartado de la realidad de mi época. Pero también he querido tener la oportunidad de perseguir al máximo esas reflexiones e imágenes de las que hablaba antes y que para mí son tan queridas. De ahí fue precisamente de donde nació esa inquietud que me mantiene ocupado con la idea de querer establecer el balance ideal entre ambos. De la misma manera, he concluido que me sería imposible vivir desligado de alguna de ellas porque, ¿cuáles son las alternativas si optara por una de ellas con la exclusión deliberada de la otra? Por un lado, si opto por perseguir el ideal de coherencia estética, si hago de esta búsqueda un lujo enfrentado diariamente al obsceno rostro del horror con su maquillaje de sufrimiento, cualquiera que fuese el resultado de todo ese afán de belleza sería una mentira. No existen salidas honorables en este sentido. Sería como volverme ciego a las necesidades de los hombres, de los cuales yo también formo parte aun cuando me considere un ser privilegiado al estimarme con ciertas prerrogativas. Queriendo ser realista y sin embargo no pudiéndolo ser. Dilema doloroso. Considero que en esta época no pueden existir más escritores que puedan permitirse esos lujos. Existe el peligro de convertirse en un simple creador de espectáculos de entretenimiento; un maestro de ceremonias rodeado de bailarinas exóticas.
Pero también podría decirse que el dedicarse de lleno a tareas exclusivamente humanísticas afectarán negativamente el arte que se practica y cuyo fin es el de dilucidar un mundo propio, una visión personal del mundo que nos rodea, la plenitud del artista. Y esto es muy posible. Este estado de cosas podría conducirnos a una aguda lamentación humanística y eso en sí sería demasiado lamentable.
Quiero creer que en este caso ambas son inclusivas y de esta forma resolver mi dilema. Y es muy posible que se pueda trabajar en este plano, que se pueda combinar y mezclar nuestro afán de belleza con la preocupación por resolver y reivindicar los ideales de justicia social. Me parece tan ostensible como la idea de la creatividad en las trincheras.
Me gustaría de esta forma creer que el problema ha sido resuelto: que de ahora en adelante la tarea de seguir con mis empresas artísticas me resultará más fácil, de que existe en mí la idea de poder aportar algo más a esa recreación de la inteligencia a la cual llamamos admiración. Y que a la vez pueda mantener en mente la noción de que mientras exista el horror, mientras este pulule por las calles de cualquier ciudad en la tierra, no se podrá alcanzar grandes ideales estéticos. Sin embargo queda mi escepticismo, mi necesidad innata de rebelión ante aquellas cosas que no tienen soluciones lógicas o formas definidas. Y será así por siempre.
No me queda más que desear un momento de solaz para poder respirar un aire más claro. Es posible que ahí radique la clave para resolver este dilema, el balance ideal entre la eterna dualidad en la vida de los hombres.
San Francisco, California
EL TÚNEL.
Empecé El Túnel con el entusiasmo que la intriga de su frase inicial genera: “Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne”, el problema no sólo fue que no me gustara el libro, sino principalmente que sus personajes me aburrían.
La paranoia de Castel me pareció interesante al principio, su sentido de incomprensión incluso me causo alguna simpatía en un momento, pero luego de ciento cincuenta y nueve páginas de lo mismo, me cansó. Admito que la evolución de víctima a victimario es un tema atrayente, pero en este caso, la repetitiva indecisión entre el uno y el otro tuvo un efecto negativo en mí. María Iribarne es un personaje que me parece todavía peor, porque aunque en todo el libro se pasa hablando de ella, para mí pasa desapercibida.
Reconozco sin embargo que la narrativa al inicio es muy buena y que hubo frases que me atraparon, las comparto a continuación:
“Y andar rápidamente mientras mi espíritu vacilaba tanto me producía una sensación singular: mi pensamiento era como un gusano ciego y torpe dentro de un automóvil a gran velocidad”.
“A veces creo que nada tiene sentido. En un planeta minúsculo, que corre hacia la nada desde millones de años, nacemos en medio de dolores, crecemos, luchamos, nos enfermamos, sufrimos, hacemos sufrir, gritamos, morimos, mueren y otros están naciendo para volver a empezar la comedia inútil”.
“¿Sería eso, verdaderamente? Me quedé reflexionando en esa idea de la falta de sentido. ¿Toda nuestra vida sería una serie de gritos anónimos en un desierto de astros indiferentes?”
“El departamento estaba atestado de gente idéntica que decía permanentemente la misma cosa”.