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Lo bonito de madrugar

Mauricio Vallejo Márquez

Escritor y Editor

suplemento Tres mil

 

Lo más hermoso de madrugar es ver cuando el sol va tiñendo el cielo de dorado. Poco a poco la oscuridad se convierte en recuerdo y el camino es evidente, visiblemente evidente. Como si el cielo nos estuviera dando una lección de vida

Mi mamá Yuly, mi abuela paterna, era de la idea de aprender a vivir y básicamente me dio grandes lecciones de vida y consejos que me han resultado imprescindibles. Ella me enseñó muchas cosas, entre ellas a pintar casas, a usar todos los instrumentos de construcción, a no esperar que me laven los trastos y sobre todo a madrugar. Me acostaba a las 7:30 de la noche para estar listo antes de las 4:00 de la mañana. Y listo quiere decir bañado, completamente vestido, con los útiles en el bolsón sobre mis hombres y dando el primer paso para comerme el camino.

Aprendí a madrugar cuando tenía doce años para subir la cuesta del Reparto Santa Clara, quienes la conocen saben que es empinada, para llegar a la ex casa presidencial en San Jacinto para tomar el bus de la ruta 26 que me llevaba rumbo al colegio Miralvalle. Lo interesante del asunto es que mi abuela me daba dinero para los dos buses, debía tomar primero la 22 y luego la 26. De igual forma al retorno, pero yo decidía caminar para ahorrar dos pasajes diarios. El trayecto era largo, solo de subida eran más de 30 minutos (no recuerdo con precisión el tiempo, pero si el esfuerzo de hacerlo todos los días), el viaje en bus ya no lo recuerdo, pero sí que era el primero en llegar. Y esa sensación de ser el primero resultaba una buena recompensa para el esfuerzo, además de los centavos que iba acumulando. En parte, así aprendí a ahorrar.

Salía de casa mucho antes de que el sol insinuara su llegada. En otras palabras me iba con la oscuridad apenas destilada de luz por algunos faroles. Sin embargo, puedo decir con toda seguridad que no he tenido momentos de mayor paz que aquellos cuando Úrsula me había brindado mi desayuno favorito y yo iba avanzando por aquella cuesta inmensa en medio de la soledad. Pero un día dejé de vivir con mi mamá Yuly y aquella costumbre se difuminó gradualmente.

Aunque el asunto se me hizo costumbre, despertarme a las 3:00 de la mañana no era del agrado de las demás personas con las que cohabitaba. Así que con los años tuve que olvidarme del placer de esa necesaria soledad y me acostumbré a despertarme con el ritmo de los demás. Pero, por momentos obviaba aquello y en silencio encendía una lampara y me dedicaba a leer. Gracias a ello logré aprender mucho, sobre todo en aquellos años que comencé a trabajar como periodista y el tiempo resultaba escaso.

En este mes que despedimos hoy, he tenido que recuperar esa costumbre de madrugar (lo cual en la actualidad no me resulta tan fácil), solo que ahora no debo subir aquella inmensa cuesta de la Santa Clara, la que camino ahora es apenas inclinada con rumbo a San Ramón con el volcán como paisaje, y en breves minutos estoy en la parada de bus. Pero al llegar el sol ya deja recado de que viene en camino y que es cuestión de breves minutos para inundar el cielo. Y así es, justo cuando el microbús bordea  la Plaza de las Américas alcanzo a ver el inicio de ese espectáculo que me hacía detenerme de niño para voltearme y ver a mi espalda al gran astro reclamando atención.

Ver también

«Orquídea». Fotografía de Gabriel Quintanilla. Suplemento Cultural TresMil, 20 abril 2024.