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Hombres y mujeres de ideas

“Y vendrán nuevos hombres…
Preguntarán…
a quiénes maldecir con el recuerdo…
Eso hacemos:
custodiamos para ellos el tiempo que nos toca”.

Roque Dalton

Luis Armando González

La salud en el debate público se mide, entre otras cosas, –eso es lo que creo— no solo por la capacidad de elaborar argumentos razonables y lanzarlos al ruedo, sino por la disposición a escuchar (o leer) los argumentos de otros, sin tomarlos, cuando cuestionan los nuestros, como una afrenta personal y por tener la convicción de que son esas ideas lo que debemos atacar, no a sus autores o voceros. Lograr separar nuestra integridad (e incluso nuestra dignidad) de nuestras ideas no es fácil; es decir, no es fácil no identificar lo que somos con lo que pensamos, y por eso la propensión natural, cuando nuestras ideas son cuestionadas o atacadas, es sentirnos personalmente agraviados. En el mismo sentido, nos cuesta separar a las ideas que no nos gustan de las personas que las vierten. De ahí que los ataques y descalificaciones ad hóminem no requieran mucho esfuerzo.

Es lo contrario lo que requiere esfuerzo y mucha educación. El filósofo de la ciencia Karl Popper sostuvo, en una de sus formulaciones más densas, que una de las claves evolutivas humanas es haber desarrollado una pauta de convivencia, no la única, según la cual son las ideas las que mueren y no las personas, y que esa pauta ha sido el cauce del desarrollo del conocimiento, que tiene en la ciencia su mejor expresión. Popper sabía que esa pauta, de tanto éxito en el conocimiento –pues da lugar a la competencia de ideas, conceptos y visiones de mundo, lo que permite que unas mueran o se transformen y evolucionen—, no estaba presente en otros ámbitos de la vida social en los que las personas son identificadas (o se identifican) con sus ideas dando lugar a que la muerte de sus ideas suponga la muerte de sus portadores. Por ello, este filósofo propuso el siguiente enunciado moral: las ideas deben morir, no las personas. Se trata de un dictado que si cobrara vigencia en la moral pública (no solo política) se ganaría en una mayor humanización de la especie Homo Sapiens.      

Venimos en El Salvador de una larga época histórica en la cual lo predominante fue la concepción de que son las personas las que deben morir con sus ideas y por sus ideas. O incluso, que las ideas deben pervivir incluso a costa de la integridad (física, emocional y mental) de sus portadores. Se arraigó tanto esa concepción en los hábitos individuales y colectivos que en momentos de tensionamientos socio-político, desde 1992 para acá, ha estado presente no de manera generalizada como ataques mortales en contra de otras personas, pero sí bajo la forma descalificación, burla, acoso, denigración y difamación –en algunos casos con ultrajes francamente soeces— en contra de quienes las han propuesto y/o defienden.

Se la debe combatir, qué duda cabe, con procesos educativos civilizatorios y también con los correctivos legales de rigor, pues no hay manera de vivir con seguridad y decentemente cuando hay quienes no tienen la capacidad de separar a las ideas que no les gustan de las personas que las profesan y traducen esa incapacidad en conductas dañinas en contra de otras personas.   

En esa tarea civilizatoria juegan un papel inestimable los “hombres y mujeres de ideas”, es decir, quienes intervienen en el ruedo público con sus opiniones y análisis. Son los llamados a defender a capa y espada no sólo la circulación y choque de ideas (las de ellos y las de otros), sino el principio de que son las ideas las que deben ser objeto de ataque, no las personas, y que en la “batalla de ideas” habrá unas que mueran y otras que se alcen con la victoria (por su calidad, razonabilidad, lógica y respaldo en la realidad), hasta que no aparezcan otras mejores. El compromiso moral de esos hombres y mujeres de ideas debería ser opinar sobre la realidad nacional y analizar sus ejes problemáticos, no atacar a personas concretas por las ideas, creencias o formas de ver la vida (la política o la sociedad) que tienen.

Algo que no debería permitirse un hombre o mujer de ideas es, por ejemplo, reaccionar, ante una opinión o idea que no comparte, con algo como lo siguiente: “Solo una persona ignorante, baja o de limitada inteligencia puedo sostener lo que usted sostiene”.  Más aún, en contextos tensos y poco dados al debate de ideas, incluso las afirmaciones sobre las ideas deben ser lo menos hirientes que se pueda (más bien no serlo). Decir de una idea que es descabellada o que no tiene mucho sentido puede ser tomado por quien la sostiene, en esos contextos, como una ofensa personal, aunque no lo sea.

Quizá otra manera de decirlo sea “es interesante el argumento o la idea que se acaba de exponer, aunque yo quiero proponer esta otra para que sea considerada por ustedes”. Se trata de cultivar las buenas maneras y la cortesía en el trato, que deberían ser una regla de oro en la conducta de las personas civilizadas. Por no hablar de la obligación ineludible de cuidar las palabras, su significado, uso y orden lógico, tanto en la escritura como en la argumentación hablada. El mal uso de las palabras y el irrespeto por lo que significan no sólo son un impedimento para aprehender mentalmente (eso, precisamente, es conocer) la realidad, sino que en determinados ambientes pueden intoxicar el debate público, alentando odios de unos contra otros a partir de palabras (ideas) usadas de manera irresponsable. Uno de los poemas más hermosos es, para mí, “Por qué escribimos” de Roque Dalton. Escribió el poeta:

Por qué escribimos

Uno hace versos y ama

la extraña risa de los niños,

el subsuelo del hombre

que en las ciudades ácidas disfraza su leyenda,

la instauración de la alegría

que profetiza el humo de las fábricas.

Uno tiene en las manos un pequeño país,

horribles fechas,

muertos como cuchillos exigentes,

obispos venenosos,

inmensos jóvenes de pie

sin más edad que la esperanza,

rebeldes panaderas con más poder que un lirio,

sastres como la vida,

páginas, novias,

esporádico pan, hijos enfermos,

abogados traidores

nietos de la sentencia y lo que fueron,

bodas desperdiciadas de impotente varón,

madre, pupilas, puentes,

rotas fotografías y programas.

Uno se va a morir,

mañana,

un año,

un mes sin pétalos dormidos;

disperso va a quedar bajo la tierra

y vendrán nuevos hombres

pidiendo panoramas.

Preguntarán qué fuimos,

quiénes con llamas puras les antecedieron,

a quiénes maldecir con el recuerdo.

Bien.

Eso hacemos:

custodiamos para ellos el tiempo que nos toca.

Los poetas son custodios del tiempo en el que viven. Los hombres y mujeres de ideas deberían ser los custodios de las palabras y su significado, de los argumentos razonables y lógicos, de las buenas maneras en el decir y en el escribir. Deberían ser los custodios de un debate de ideas rico, diverso y libre, en el cual jamás esté en juego la dignidad e integridad, física y mental, de los participantes. Deberían contribuir a la creación de una cultura intelectual en la cual renunciar a una idea equivocada sea de lo más normal y en la que, por el lado contario, proclamar la inmovilidad e inmutabilidad de las propias ideas no sea motivo de orgullo.

Deberían, asimismo, contribuir a ampliar los temas y problemas de discusión, evitando reducir el debate a asuntos exclusivamente políticos (o más aún, electorales). Hay un mundo de problemas, más allá de lo político-electoral, que urge de una reflexión esclarecedora, la cual no llega porque se la considera poco “caliente”, “academicista” y “fuera de la jugada”. Pero “estar en la jugada” puede ser reiterativo, empobrecedor para el debate intelectual e incluso enfermizo para las personas atrapadas en lo “caliente”. Hay personas de ideas que se sienten urgidas (y muchas veces son urgidas por otras) en gastar sus energías y creatividad en los temas polémicos del momento, bajo el supuesto de que usarlas en otros asuntos carece de valor, cuando justamente lo que sucede es lo contrario: cuanto más se habla o se escribe sobre lo mismo los aportes van perdiendo novedad y sustancia.

Los hombres y mujeres de ideas deberían estar prestos a cuidarse de no elaborar ideas o argumentos que den la pauta a creencias mágicas, de esas que suponen que algo sale de la nada: de la nada no puede surgir algo, y en la realidad natural y humana cualquier fenómeno, suceso o acontecimiento tiene un origen en dinámicas reales previas que ayudan a explicarlo. Rastrear la gestación de aquello que nos parece la más absoluta novedad –algo absolutamente inédito— es una de las tareas intelectuales más apasionantes, y en ella la palabra “proceso” es de gran utilidad. El filósofo Xavier Zubiri anotó, en alguno de sus muchos libros, algo parecido a esto: la historia de los pueblos está marcada por la realización de determinadas posibilidades, lo cual quiere decir que, en un momento histórico concreto, sólo cobra realidad algo que era posible en la trayectoria histórica precedente, no lo que no estaba inscrito como una posibilidad. Lo que no es posible (lo imposible) no tiene la oportunidad de suceder; admitir tal cosa es admitir que conejos que no estaban en la chistera salgan, creados de la nada, de ella.

En fin, defender los fueros de la razón es la obligación intelectual, moral y ciudadana de los hombres y mujeres de ideas de cualquier nacionalidad, procedencia o residencia. El uso de la razón nos humaniza, porque nos ayuda controlar nuestras pasiones y a ser responsables de nuestros actos. Como dijo con sabiduría I. Kant, la razón es inseparable de la libertad: “Libertad de hacer uso público de su razón íntegramente (…) el uso público de su razón debe estar permitido a todo el mundo y esto es lo único que puede traer ilustración a los hombres… Entiendo por uso público aquel que, en calidad de maestro, se puede hacer de la propia razón ante el gran público del mundo de lectores”1.

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