GARCILAZA DE LA VEGA

Eduardo Badía Serra,

Director de la Academia Salvadoreña de la Lengua.

Se celebra este día en el país, el día del Maestro. Todos los años, el 22 de junio, el país intenta dar un reconocimiento a nuestros forjadores de juventudes, dedicándoles el día para que celebren su condición de casi redentores. El Maestro, los niños y los jóvenes, y los viejos, deberían ser seres privilegiados dentro de nuestro sistema político. En el caso de los primeros, porque formar es tarea de personas especiales, cuyo sacrifico nunca se ha podido valorar con justicia. Ahora, las corrientes pedagógicas en boga, influidas por la tecnología, según se dice sin mucho fundamento, opinan que las escuelas ya no requieren Maestros sino “facilitadores”, fea palabra esta y difusa función la que tienen, que el doctor Fabio Castillo Figueroa definió en una oportunidad como “aquellos a quienes se les ha enseñado a enseñar lo que no saben”.

Y no es que siempre, “todo tiempo pasado fue mejor”, pero es que pretender sustituir al hombre que orienta, encamina, aconseja y nutre, por algo insustancial que sólo llega a decirle al niño y al joven cómo debe hacer para orientarse, encaminarse, nutrirse, y  aconsejarse, sin aportar él mismo nada de sí, es desvalorizar una función tan noble como la del que es Maestro en realidad. Debemos reconocer, y aceptar, al margen de lo que digan los teóricos pedagogos, que el Maestro era antes otra cosa, tenía otra impronta, otro carácter, y sabía y respetaba lo delicado de la misión que debía cumplir. Ciertamente, no todo tiempo pasado fue mejor, pero creo que en este caso, sí. Y es que no es que no haya buenos maestros ahora; el problema es que el sistema educativo los deforma y les obliga a ser lo que en realidad no quisieran ser.

Hace unos años, tratando de referirme al caso, escribí un sencillo cuentecillo al que llamé “Garcilaza de la Vega”. Quisiera reproducirlo aquí como un recuerdo y un agradecimiento a los Maestros de esos otros tiempos que probablemente nos ofrecieron una escuela mejor, y a los de ahora, que se esfuerzan por hacerlo luchando contra un sistema que los deforma. Así el cuento.

GARCILAZA 

DE LA VEGA

Sabía llegar siempre unos cuantos minutos antes de la hora convenida, tiempo que aprovechaba para ordenar un poco las mesas, limpiar la vieja pizarra y colocar la tiza en la canastilla. Verticalizaba el esqueleto humano que estaba a la par de la puerta, y hacía girar un par de veces la esfera del mundo que tenía en una esquina de su viejo escritorio, situado sobre la tarima de madera. Abría de par en par las ventanas que daban al lado de la calle, dejando entrar una rafaguilla de suave viento fresco que iba siempre a terminar en el amplio patio, y esperaba entonces, ya sentada en su silla venerable de Maestra de Escuela. Se llamaba María, María García. Los chicos le decían Doña Garcilaza, doña Garcilaza de la Vega. Era, pues, la Maestra Garcilaza.

A poco, al escuchar la vieja campana con su sonido seco y vibrante, se colocaba rauda al lado de la puerta de entrada al salón, justo en el corredorcillo. Los chicos, uno a uno y en fila ordenada, iban pasando frente a ella mostrando sus manos hacia arriba y hacia abajo, y su dentadura simulando una risa seca y entera; unos descalzos, otros calzados, botones abrochados a veces y a veces no, la cabeza aun mojada por el reciente peinado mientras pasaba la “revisión”, y el cincho, o la pita cuando no más se podía, bien amarrado al calzón flojote que apenas alcanzaba los tobillos. Ella iba colocando sus manos sobre las cabezas menudas de los piricuiles, mesando los cabellos y sonriéndoles cariñosamente. Cada quien ocupaba su mesa sin confusión alguna, dejando sobre ella los instrumentos de aprendizaje, y el morral de pita a un lado sobre el suelo. Allí, los juanes y los jesuses, los pedros y manueles, migueles, benjamines, julios, uno que otro Isaías, más de alguna Hortensia, cruces, lupes, finas y chabelas, y casi siempre, más de tres Marías. Todo sabía comenzar de tal manera. Siempre.

La primera clase era de Geografía. Como todos estaban frescos y limpios, estaban muy animados y prestos a comenzar. Doña Garcilaza era experta en mantenerlos despiertos y en iniciarlos en el juego de aprender. Ángeles no eran, pero casi lo parecían.

—¿La capital de España?

—¡Madriiiiiid!

—¿La capital de Italia?

—Rooooma!

—¿La capital de Honduras?

—¡Tegucigaaaaalpa!

—¿La de Japón?

—¡Tooooookio!

—¿La capital de Surinám?

Silencio sepulcral. Era el viejo truco de la Maestra que, maliciosamente entonces, les complicaba la vida para luego mirarlos con sana burla mientras los pequeños no acertaban sino a sonreír, apenados, unos viendo hacia abajo a la tabla del pupitre, otros hacia el vecino en mirada mutua, no pocos a las ventanas…….Era el truco. Sabían más o menos la respuesta pero no como pronunciar tan raro nombre, que se les enredaba en la lengua haciéndoles decir un garabato cada vez que lo intentaban. Preferían callar.

—¡Paramariiiibo! —contestaba Doña Garcilaza, y se paraba sobre la tarima, regla en mano y cara seria, como amenazando con un castigo que nunca llegaba a aplicar.

—¡Paramariiiiibo! —contestaban, entonces sí, todos colorados y guacos, parados frente al pupitre, para luego volver a tomar asiento ya un tanto despercudidos, y esperar la que venía.

La Escuela ocupaba un caserón viejo y ruinoso, medio de adobes y bahareque, con muchos cuartos, eso sí, que servían de aulas, de oficinas y de bodegas. Había un amplio patio con muchos árboles frutales que todos degustaban en su momento sin recato y sin límites. Se llamaba “Delfina de Díaz”, y aun se llama así. Ahora es un enorme complejo educativo, en nada parecido a la noble institución de antaño. Cuando terminaban los sextos grados, todos los graduados buscaban entonces sus vocaciones con amor y deseo. Aquellos juanes y marías se hacían zapateros, costureras, sastres, cocineras, uno que otro, herrero, forjador de hierros, y ¿porqué no?, también algún Maestro, forjador de hombres. No pocos volvían a sus campos a arriar los novillos y a cuidar los sembrados. Pero sobre todo, se hacían buenos hombres, personas de bien, gracias a las enseñanzas que día a día habían recibido de las tantas Maestras Garcilazas, con sus Paramaribos enredados que todos conocían pero no acertaban a pronunciar, sus medios calzones amarrados con las pitas, y sus cabellos mojados que recibían día a día la mano dulce y suave, agitándose entonces como con agradecimiento.

Vida aquella, que transcurría sin prisas ni preocupaciones, aunque sí con muchos deseos y afanes. Allí pasamos las primeras edades, que, con todo, son las mejores, porque en ellas sólo se tiene el pensamiento para la diversión sana y oportuna, y la conciencia para el amor fraternal y filial.

En Guazapa, dando vueltas sin ton ni son,

por las mismas calles pero no por los mismos ambientes

Tenemos buenos Maestros, muchos y muy entregados a su misión. El problema es el sistema, que los deforma y les impide ser lo que son. El país no necesita “facilitadores” difusos y confusos, necesita forjadores de hombres. Es bueno una reflexión.

 

Ver también

«Orquídea». Fotografía de Gabriel Quintanilla. Suplemento Cultural TresMil, 20 abril 2024.