EL Espectáculo

Salvador Marinero,
Escritor

Desperté deseando nunca haberlo hecho, mi cabeza daba vueltas y un calor hermético invadió de golpe mi cuerpo al abrir los ojos; fueron su rostro y sus lágrimas cansadas las que me ofrecieron una despedida súbita, noté que tenía mucho tiempo de haber llorado a mi lado, aún resonaba el eco de su pavor en mi recién despierto tímpano, pude sentir el calor de su mano derecha desfalleciendo ante mi izquierda. Morir juntos, lo había considerado, pero no ahí, no tan pronto y bajo estas circunstancias.
Me llamo Antón y ella Lucille, mi Lucille. Trabajo en un club de exhibicionistas; uno de esos lugares de los que se habla sólo de noche, en secreto o en cartas que luego de ser leídas debes quemar. Siempre hay mucho que ver en el club, me impresiona la desinhibición humana, sobre todo en estos lugares ocultos de la luz del día donde ni Dios enfoca su mirada ya que sigue empecinado con que el hombre es su obra maestra: un Velázquez recién pintado.
Me falta la respiración. Ella ya no es, fue pero ya no habla, por algún motivo su cuerpo inerte no me provoca espanto, más bien creo que somos una especie de exhibición aburrida, pasan bebiendo de sus largas copas, se detienen, ladean la cabeza y siguen caminando mientras esperan el espectáculo principal. Me costó un poco entender lo que estaba pasando, tuve que evocar mi rutina para poner en orden las ideas, hice lo habitual: mi taza de leche con limón antes de salir de casa, mi camisa con olor a ayer, mis zapatos repasados. Nos encontramos en el metro Lucille y yo como de costumbre. Siempre caminamos en silencio tomados de la mano hacia el trabajo, talvez la culpa, talvez éramos como ellos y no queríamos aceptarlo, talvez nos atraía ese mundo de morbosa inquietud, de impasible placer. La conocí una noche en que salí a botar la basura al callejón, inconsciente tenía la blusa rota dejando asomar su hermosa naturaleza violentada, la falda hasta los talones…la recogí y rápidamente la acomodé en el cuarto de bebidas, allí descansaba, entre barriles de roble y envases vacíos. Nunca hablamos de lo ocurrido esa noche, pero aún ahora, un par de años después sigue sujetando con mucha fuerza mi mano cuando pasamos por ese callejón. Bastaron un par de días para convencer al dueño del club de dejarla trabajar con nosotros. Lucille siempre se las ingeniaba para recibir a los clientes vestida con los más extraños atuendos, procuraba especial esmero en ello, al grado de obsesionarse…para mí, una forma de perder el tiempo, para ella, una forma de perderse en él. «Tú no entiendes nada cariño» me decía mientras se alejaba por el pasillo principal dándome la espalda.
Si usted entra por la puerta principal del club y cruza por el primer pasillo a la derecha se topará con una sombría sala de estar, lugar en el que impaciente esperan la entrada todos los enmascarados a la sala de juegos. Ahí suelo servir los más extravagantes tragos. Parece ser que han querido entretener mejor a la jauría y la pared del fondo ahora es un gran cristal, lo suficientemente resistente para soportar el pesor de la muerte, del otro lado del cristal, han llenado de tierra por completo y justo en el centro del mismo han colocado una estrecha caja de madera donde acostados nos han metido a Lucille y a mí, quitando una de las paredes de la caja la han topado al cristal, desde ahí pueden vernos, simulamos ser peces que se hunden bajo tierra, literalmente: dos cuerpos enterrados en vida dentro de un ataúd, una brillante entretención para aquellos que disfrutan del placer que genera la agonía del tiempo que corre ante una muerte lenta. Esta noche somos el preámbulo para algo más oscuro. Vine con el pasar del tiempo arrastrando a esta mujer como cerdo al matadero, quisiera abrazar su cuerpo inerte pero no puedo voltearme, no puedo ni llevarme la mano a la cara para limpiarme el sudor que me quema la vista, todo es tan estrecho. Ha sido la bebida que nos han dado los compañeros al entrar, el viejo en uno de sus tantos juegos ha apostado por quien se mete en la caja y hemos salido nosotros dos con la peor suerte pienso. ¿Sabrán que está muerta? La curiosidad del ser humano por ver la muerte de cerca ¡pase!, ¡pase!, ¡Maldito circo!
Ya no me importa nada, me cuesta pensar, quiero pegarle patadas al ataúd y que nos caiga la tierra encima de una buena vez pero todo es tan estrecho, cada vez menos aire, Lucille se ha movido, son sólo espasmos, sus ojos siguen abiertos como dos ventanas inmóviles hacia el inframundo. Grito, grito de rabia, pataleo, he tratado inútilmente de pegarle a la vitrina con mis pies, he fallado, he pensado en no darles nada que ver y probé cerrar los ojos, talvez si piensan que estamos muertos nos sacan de nuestra pecera mortal pero sólo se asoman más curiosos que antes. Escucho el alma de Lucille maldecirme desde el más allá, trato de evitar su pétrea mirada señalándome que ni la muerte es capaz de llegarme a la hora, que hasta mi muerte (así como mi vida) son una agónica travesía. Estoy mareado, me duelen las rodillas y el puño derecho de tanto golpear y patalear, el olor de la orina de Lucille nunca fue tan intensa, su piel nunca tan rígida y su boca nunca tan inconclusa.
He empezado a recordar mi infancia ¿Qué más puedes hacer mientras esperas la muerte sino recordar tu vida desde sus inicios? Fue una buena vida concluyo. Poco a poco una maravillosa sensación de quietud invadió mis pies y fue subiendo como un escalofrío hasta la coronilla. Justo en ese momento en que logré ver a la muerte llegar haciéndome una señal de silencio mientras me extiende su delicada mano un golpe seco sonó desde el otro lado. Un hombre con una extraña gabardina golpeaba con un hacha el cristal de nuestra prisión ahuyentando a la muerte y a varios de los concurridos después del tercer golpe.
«Mientras me aproximo al sendero inconcluso de la muerte, la vida camina llevándose todo a su paso: amores, dolores, glorias y secretos. Más vale vivir que ser un espectáculo de la muerte»

FIN.

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