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Descolonizar nuestras mentes, regresar al cuerpo, territorializarnos

Martha Zein

(Tomado de Agenda Latinoamericana)

Los pequeños detalles también hablan del mundo y pueden ser un minúsculo punto de partida para una transformación de largo alcance. Observemos nuestros gestos cotidianos. Tecleamos en lugar de escribir con las manos, multiplicamos nuestros encuentros virtuales en detrimento de los presenciales, usamos patines eléctricos en vez de piernas, escuchamos música en nuestros auriculares antes de oír lo que sucede en nuestro entorno… Estamos subiendo por una casi imperceptible escalera que nos aleja del cuerpo y nos desconecta de ese espacio común que reconocemos como “la realidad”.

La experiencia física es la fuente de un conocimiento que no solo procede de nuestros sentidos sino de lo que genera nuestra presencia en el entorno. Al ausentarnos de la realidad perdemos la oportunidad de saber más de las causas y los efectos al tiempo que ahondamos la brecha que separa lo que decimos de lo que hacemos, dejando una gran parte de nuestros actos al desamparo de nuestras reflexiones. A una escala mayor, al reducir el acuerpamiento en nuestros actos y los vínculos que ellos generan estamos desterritorializando nuestra relación con la historia y la memoria de los lugares. Olvidamos lo que las feministas indígenas nos recuerdan una y otra vez: el territorio de la tierra y el territorio del cuerpo van de la mano. No podremos reivindicar nuestra soberanía energética, por ejemplo, sin reivindicar también nuestra propia soberanía física.

Sin embargo, nos movemos en la dirección opuesta. Nos hemos acostumbrado a contar muertos más que a enterrarlos. Protegidos/as por nuestros relatos, nos asomamos a nuestros territorios expoliados como si no formáramos parte de lo que en ellos sucede. Lo hacemos porque el duelo que provoca un dato es infinitamente más llevadero, breve y sustituible que contemplar las consecuencias del daño. Lo hacemos porque narrar no necesita poner en acción nuestras piernas, ni nuestras manos, ni siquiera estar presentes. Narrar es un acto que pertenece a la razón, tan valorada por nuestra cultura, nos libera del cuerpo, pero también es capaz de generarnos emociones. Es decir, los relatos no sacian, ni quitan el frío, ni hacen que las semillas arraiguen, pero nos permiten no sentirnos solos ni desolados en un mundo esquilmado. Nuestra hipernarratividad es tan grande como nuestro daño. En busca de una salida y al mismo tiempo lejos de lo real, terminamos envolviendo nuestros territorios expoliados en un manto de relatos creyendo que les damos vida cuando lo que hacemos es ahogarlos aún más.

La separación cultura / naturaleza tan arraigada en las sociedades occidentales (propiciada por el patriarcado y exacerbada por el capitalismo) ha llegado en nuestra era a su máxima expresión. Para seguir expoliando la tierra y sus riquezas delante de nuestras narices sin límite alguno, para mantener su estatus, esta élite blanca/occidental/patriarcal/capitalista ha colonizado también nuestras estructuras mentales, nuestros valores, nuestras formas de relacionarnos, nuestra forma de concebirnos creando una fábrica de relatos saciantes, lo suficientemente adictivos como para que no necesitemos contrastarlos con lo real.

La profusión de sus narraciones tóxicas genera una falsa sensación de que contemplamos la vida en sus múltiples manifestaciones cuando, en realidad, lo que estamos haciendo es perpetuar el expolio y el abandono de nuestros territorios. De hecho, son muchísimos más los actos silenciados, los que buscan a alguien que se atreva a darles voz, que los actos que narramos una y otra vez. Nuestra hipertrofia narrativa allana el camino a quienes se lucran suplantando la realidad con relatos vinculados con los actos que les interesan o sobre acciones que nunca sucedieron.

No extraña que proliferen los bulos, las noticias falsas, los falsos debates, los algoritmos hechos para asesinar la realidad, los “haters” profesionales y las fake-news. Son útiles. Impiden que el dolor nos despierte y la indignación nos lleve a parar esta maquinaria. Las élites colonizadoras necesitan que nuestras mentes no reconozcan que la causa de nuestra falta de potencia es precisamente el expolio de nuestros territorios. Al dedicar más tiempo a este decir tóxico que al resto de haceres olvidamos que para que la verdad se sostenga es necesario que el relato y el acto al que se refiere vayan ligados, que uno corrobore al otro.

Pero ¿quién mantiene en pie un palacio? ¿el tirano, su corte o las piedras que lo sostienen? ¿Por qué no se derrumba este palacio narrativo? Sin territorios, lejos de la realidad y de los cuidados que requiere todo lo vivo, nuestros relatos nos generan la ficción de que somos millonarios en relatos, que contamos con millones de súbditos y disfrutamos de nuestra corte fantasma, cuando en realidad no somos más que las piedras que sostienen al tirano y sus acólitos.

¿Pero acaso es que nos queremos tiranos? Creo que la respuesta es mucho más tierna y humana. Nuestra especie sólo es capaz de sobrevivir en manada. La dificultad para acceder a nuestros territorios es tan innegable, la avaricia de quienes nos colonizan genera tanta escasez en millones de personas que nuestro inconsciente se ha puesto en modo supervivencia. Ante una realidad cada vez más alejada de nuestras manos, los habitantes con mentalidad del norte global necesitamos sabernos en compañía porque es la única manera de mantenernos vivos, y los relatos crean vínculos sin la aparente necesidad de territorios.

¿Cuánto hastío necesitamos acumular para abandonar esta fábrica saciante? Si el hambre y las agresiones sexuales son armas de guerra, el ruido mediático, la hipnosis que genera la fábrica de relatos, también lo es. Manipular la realidad con relatos es un acto de violencia que no mancha las manos de quienes lo hacen ni de quienes los replican. aunque dañe, genere sufrimiento o incluso mate. Se trata de una estrategia bruta, antigua y sólo eficaz para quienes se lucran con el engaño. El circo del decadente imperio romano está hecho hoy de relatos. Quienes ganan con la colonización de nuestros territorios (naturaleza y cuerpos) colonizan nuestras mentes y esto genera una espiral de violencia que cala en múltiples facetas de nuestra existencia. Así, proliferan los seres perversos, manipuladores, mentirosos, tóxicos, que sustituyen el diálogo por el enfrentamiento precisamente para no dar espacio a esa reflexión que permitiría el reconocimiento de la verdad. Estos seres son los que entierran las voces más cuestionadoras, las más enlazadas con los territorios, sin que las élites colonizadoras necesiten mancharse las manos. Porque es eso lo que buscan.

Nuestra voracidad es parte de su estrategia colonizadora. Potenciada por la instantaneidad y la productividad de nuestra cultura, nuestra imparable forma de consumir relatos hiere de muerte nuestro propio espíritu crítico. Ni siquiera nos damos el tiempo necesario para discernir los hechos de las interpretaciones y confundimos trinos y chirridos.

¿Cómo revertir este proceso? En primer lugar, asumiendo que nuestras estructuras mentales han sido curtidas por la cultura colonizadora a la que pertenecemos. No hay nadie absolutamente libre. Admitir que la aceleración y la inmediatez ahogan nuestro espíritu crítico también es un buen paso. Pero quizá el acto más resolutivo sea acuerparnos con los hechos de los que hablamos, manchándonos las manos, pasando frío o calor, corriendo riesgos, dejándonos afectar por nuestros vínculos. De esta manera potenciaremos nuestro espíritu crítico, diezmaremos los fake-news y a los haters y llenaremos de carne nuestros relatos, es decir, pondremos la razón y su capacidad de trascendencia al servicio de nuestras manos hacedoras. Al descolonizar nuestras mentes podremos recuperar las riendas de todos los territorios donde se manifiesta la vida.

 

El hecho de saberse colonizado ya es un paso, pero no significa que nos hayamos apartado de la fábrica. Además, “descolonizarse” es un compromiso incómodo porque implica llevarse bien con la duda. El verdadero espíritu crítico tiene doble punta de flecha, se dirige hacia afuera y hacia adentro, por eso resulta imprescindible cultivar la grandeza de corazón.

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