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¿Cómo fue que llegamos hasta aquí?

“Hacemos un llamado a la cordura y la reflexión. Nuestro país no puede seguir así. Hay que superar la indiferencia entre muchos que se colocan como meros espectadores ante la terrible situación, sobre todo en el campo. Hay que combatir el egoísmo que se esconde en quienes no quieren ceder de lo suyo para que alcance a los demás. Hay que volver a encontrar la profunda verdad evangélica de que debemos servir a las mayorías pobres“

 

Mons. Oscar Arnulfo Romero (1978)
Luis Armando González 

Para no andarme por las ramas, anoto enseguida a qué me refiero por el “aquí” que aparece en el título de estas reflexiones: hace referencia a la situación actual de El Salvador en su ámbito político-institucional y en su ámbito socio-económico. Pues bien, esa situación se caracteriza, en primer lugar, por un evidente deterioro de la institucionalidad jurídica y política, lo cual se traduce en un debilitamiento (hasta la casi anulación) de los mecanismos constitucionales y funcionales de control interno del Estado. Se trata de mecanismos que regulan los pesos y contrapesos entre sus Órganos, y que aseguran la fiscalización y auditoría del uso que se hace de los recursos públicos. En cualquier nación, cuando esos mecanismos fallan, la discrecionalidad y los abusos en el ejercicio del poder se desatan, y quienes no pueden defenderse quedan a expensas de esos abusos.

En segundo lugar, la otra cara de la situación actual del país es el deterioro social y económico: desempleo, subempleo, incremento de precios, dificultades para acceder a los bienes básicos por parte de amplios grupos poblacionales y erosión de la convivencia social (en colonias, comunidades, cantones, caseríos y ciudades) reflejan ese deterioro. El deterioro social y económico actual, asimismo, apunta hacia una profundización creciente debido a la ausencia (evidente) de una planificación estratégica estatal-gubernamental que le haga frente de manera sistemática. Con limitaciones extraordinarias en las finanzas públicas –que según algunas estimaciones se acercan (o están ya) en un punto crítico—, sólo un diseño estratégico para su uso –diseño que debe partir de las necesidades sociales fundamentales— puede garantizar, mínimamente, un destino más razonable para los mismas. De lo contrario, se abre la puerta a un uso socialmente innecesario de los escasos recursos financieros disponibles en el erario público.

Por otro lado, que haya señales evidentes de un deterioro institucional-político y socio-económico no quiere decir que haya una conciencia pública generalizada del mismo. Al contrario, sectores sociales significativos de la sociedad (no voy a caer en la falacia afirmar que es la totalidad de la población) parecieran estar satisfechos con el estado de cosas que impera en El Salvador. Las razones de ello son variadas, pero las acciones “llamativas”, aunque sean aisladas y no reflejen una solución integral de los problemas –como es el caso de la “limpieza” de negocios informales en algunas calles de San Salvador—, puede ser un aliciente para la satisfacción señalada .

A propósito de lo anterior, recientemente leí un editorial, emanado de una fuente universitaria, en el cual su autor mostraba su preocupación por cómo, mientras que las voces críticas del país se esforzaban por develar los problemas nacionales  y la responsabilidad de sus autoridades de gobierno, amplios sectores sociales –afectados por el deterioro institucional-político y socio-económico— seguían apoyando a quienes conducen el Ejecutivo salvadoreño.

Si he de ser sincero, esa aquiescencia popular hacia quienes gobiernan –aunque no lo hagan en función del bien común— no me resulta extraña. La historia política reciente de El Salvador –partiendo de los tiempos del PCN, en las décadas de 1960 y 1970— ha estado marcada por esa aquiescencia. Seguramente, los historiadores han rastreado más atrás en el tiempo, pero, para efectos de mi argumento, basta y sobra con tomar como referencia, y punto de inicio, esas décadas de siglo XX. Quizás lo llamativo y digno de reflexión es la persistencia en el tiempo de esa “vocación popular” por simpatizar con (y apoyar a) gobiernos que, como solía decir Mons. Romero, ni buscan la justicia social ni buscan el bien común ni respetan los derechos humanos.

Y, volviendo a la pregunta que aparece en el título de estas líneas (¿cómo fue que llegamos hasta aquí?), creo que ese cómo involucra varios aspectos, entre los cuales está, obviamente, el respaldo popular (aunque no sea de la totalidad de la población) a gobiernos cuyas acciones y resultados no apuntalan el bien común. En el presente, se reedita una vocación popular de viejo arraigo histórico. Otro aspecto que no se puede dejar de lado es el papel de las “voces críticas” de la sociedad.

En efecto, desde esas voces se elaboran discursos que impactan la conciencia popular; y, hasta hace muy poco tiempo atrás, de una parte de ellas emanó un discurso  que desvalorizaba (cuando no denigraba) todo lo sucedido en El Salvador desde la firma de los Acuerdos de Paz. Todo era fracaso, turbiedad, corrupción, podredumbre… y sólo había unos responsables: los “partidos tradicionales” que, además, estaban formados por una generación vieja, obsoleta, cansada y sin nada que aportar al país. Había llegado el turno –decían— de una “nueva generación” que estaba llamada a hacer lo que nadie nunca antes en la historia salvadoreña había hecho; y si se equivocaba, no había problema: “tenía derecho a equivocarse”. Más aún, tenía derecho a hacer lo que otros ya habían hecho, y tales acciones estarían justificadas por aquello de que los yerros de otros justifican nuestros propios yerros.

Estas elaboraciones “intelectuales” circularon por doquier. Contribuyeron a que el país sea lo que es en estos momentos. No aportaron a la creación de discursos (narrativas) ponderados, razonables y realistas acerca de historia reciente de El Salvador. No ayudaron a dar el debido peso a las incipientes (pero valiosas) conquistas democráticas alcanzadas a partir del fin de la guerra civil. No se posicionaron en defensa de esas conquistas, sino que las diluyeron en las condenas en bloque a todo lo sucedido a partir de 1992. Como se dice, junto con el agua sucia de la bañera, tiraron al niño que había dentro.

No todos los sectores críticos del país se decantaron por ese proceder. Algunos de esos sectores hicieron lo contrario: dieron por sentado que en El Salvador existía o estaba a punto de existir la mejor democracia del mundo, sólida e inamovible; una democracia por la cual no se tenía que hacer otra cosa que contemplarla con orgullo o, en todo caso, añadirle una cuantos elementos más, los cuales la llevarían hacia un óptimo envidiable. Se llegó a hablar, hasta hace unos pocos años, de un Tribunal Constitucional que, regentado por unos “jinetes del Apocalipsis”, metería en cintura a presidentes de la República y diputados de la Asamblea Legislativa. Se dijo que la piedra de toque de la democracia salvadoreña sería el “voto por rostro”. Quienes se atrevieron a cuestionar la existencia de semejante Tribunal –no su necesidad— o la irrelevancia del voto por rostro fueron considerados “enemigos de la democracia”. En fin, esta grandilocuencia jurídica no hizo más que inflar la “burbuja democrática”, una burbuja que ha recibo varios pinchazos desde que los “cuatro fantásticos” dejaron de serlo.

La salvadoreña no era (no es) una democracia consolidada y modélica, sino una democracia incipiente y débil. Tanto así que han bastado unas pocas arremetidas –sin derramamientos de sangre, violencia estatal masiva, persecuciones y censuras políticas generalizadas— para ponerla en jaque. Por su debilidad requería de un cuido permanente; no se trataba de pedirle más de lo que podía dar ni de inflarla, creyéndola más fuerte de lo que era, ni de denigrarla anulando lo poco, pero vital, que aportaba para una convivencia socio-política ordenada y respetuosa de unos mínimos legales. Todos los que no aportaron a su cuido con determinación, sensatez y realismo –partidos políticos, juristas, intelectuales, empresarios, universidades, medios de comunicación, iglesias, sindicatos y gremios— son responsables, de una u otra manera, de su desmoronamiento. Son responsables, de una u otra forma, del “aquí” en el que se encuentra nuestra patria.

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