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 Camino hacia El Mozote y la cueva de Radio Venceremos

Tania Primavera 

Escritora y periodista

Entramos por la colinas de verdes bosques. Es Morazán, El Salvador, tierra que permaneció en fuego cruzado, en guerra civil en los años ochenta. Vuelvo después de algunos años, Carlos Henríquez Consalvi “Santiago”, va con nosotros.

A media tarde, después del almuerzo bajo las sombras del follaje, dejamos las cosas en el hospedaje, y nos dirigimos a visitar los cantones de la memoria, la cueva del cantón La Guacamaya, y sus caseríos como El Mozote. Lograr ver todo lo que se pudiera, esa tarde del último día de noviembre del 2019.  Almorzábamos, cuando antes de salir al primer recorrido, un señor, se nos acercó, era un sobreviviente de la Masacre de El Mozote, y reconoció a S. Cantó una canción que contaba una historia. El cielo intensamente azul nos recibe. Pasamos Arambala. Comenzó el microbús a subir los caminos, que ahora pavimentados, fueron testigos de los caminantes de aquel lugar desolado, alejado de todo. Entre árboles, ríos, peñascos, lomas y montes. Fui la primera vez en 1992, fui en 2003, en 2004, en 2008, y ahora de nuevo. Todo ha cambiado. Las calles, las casas, pero en esencia quedan vestigios. Queda la escena en el tiempo, quedan las fotos captadas por Susan Meiselas, Giovanni Palazzo, y los equipos de comunicación de la rebelde Radio Venceremos. Hoy el silencio es el que impone.

Continuamos, y nos encontramos con unos soldados. Iban patrullando. Así es hoy. Pero antes causaban diversas emociones sus uniformes en la población. Saludamos y después, pasamos en medio de la calle principal de El Mozote. Pero seguimos la ruta, había que llegar primero a la cueva. Aquella cueva que fue refugio para comunicar. Se llama la cueva del Murciélago, donde fue instalada la Radio Venceremos, en esa zona que transmitió por vez primera el 10 de enero de 1981.

Dejamos el transporte frente a la Escuela de La Guacamaya. Y de repente, cuando bajamos los trece, vi bailar al estilo  sobaqueado a Santiago. Así como lo hacían en las fiestas de antaño, esa música campesina. Pues en la escuela en ese momento, había una banda con violines, bajos, y otros instrumentos de cuerda. Era una actividad, y nos miraron sonrientes. Algunos saludaron. Seguimos a pie el camino hacia la antigua cueva. Chiyo veía hacia el suelo, encontró un vestigio de esquirlas, de las bombas lanzadas ahí. Ese lugar es memoria viva. Imagino los operativos, en busca de la gente. Los bombardeos del Ejército hacia la población civil, hacia los “insurgentes”, los guerrilleros, los revoltosos. Lanzadas para exterminar. Ahora, todo es silencio. Todo es el sonido del viento, de los pájaros y nuestras voces alegres, pero meditativas. S nos dirigía. El que permaneció tantos años por esos caminos, subiendo y bajando cerros, por un ideal y una comunicación arriesgada, donde la vida se daba por la lucha. Sin tecnologías como las actuales. El agua comenzó a brotar de una grieta. Habíamos llegado a la entrada, donde una placa de cemento anuncia que estábamos por llegar al caminito, en medio del campo. Nos fotografiamos en grupo y comenzamos a caminar. Me fui atrás y vi como en fila india, íbamos subiendo el camino, al llegar, las rocas con musgo, otro ojo de agua. La cueva es ahora parte del circuito turístico. Ya no está tan salvaje como cuando llegamos hace años, en 2004, ahora hay ya balcones para no caerse, una mini acera-puente para no caerte en un hueco entre las piedras. Ellos entraron antes. Santiago adelante, después el grupo: I, A, Cl, R, C, Ch, S, D-Cheje, P, K, N y yo de último. Me quedé tocando la tierra, los árboles, los bambúes, y fui con ellos que estaban ya adentro. Se escuchaba el sonido del agua. Habían unos letreros museográficos que decían algunas referencias del lugar. “Ahí estaba Marcela con los controles de la radio”, decía S. Yo no puse tanta atención. Me llené de nostalgia, de cierta tristeza, y también agradecí poder estar ahí. Es una cueva hermosa, grande, una gran roca de techo, un camino por donde bajar, una luz entraba en rendija y como era el atardecer iluminaba ciertas partes. Los murciélagos nos pasaban enfrente, no les tengo miedo. Luego, rápidamente todos comenzaron a salir. No estuvimos mucho tiempo. Me quedé sola, de nuevo aún en la cueva. Imaginé las locuciones de las seis de la tarde, todo listo, los informes de monitores de prensa, el editorial, las voces perseguidas de Mariposa, Lety, Marvin, Santiago, y todos los demás, Genaro, el Cheje,  haciendo su trabajo de comunicación en un periodismo inusual, informando, haciendo teatros, parodias. Desde ahí, y los mil lugares donde estuvo la Radio, se trataba de dar todo. “¡Contra el hambre y la represión todos al luchar!”. Pero hoy, la trinchera de lucha es el Museo. Nunca con armas, el arma es la memoria de la historia contemporánea. Y la memoria de no solo la guerra, sino otros personajes que tienen voz, a través del rescate de tantos archivos, del arte y la cultura, y llegar a todos los públicos posibles.

Hoy todo cabe en un celular. La radio manejó y anduvo jalando un montón de equipos, transmisores, micrófonos, en el lomo, como sea. Que están en parte expuestos en el Museo MUPI. Respiré, toqué las paredes, algunas rocosas, ahí mismo, en enero de 1981 la bandera roja fue colocada y la locución de unas voces potentes, informaba al mundo. Han pasado años, décadas desde aquella esperanzada radio que no imaginó que serían once años. Luego de la guerra, la Radio continuó un tiempo, y después se disolvió. Los campos casi hablan. Brotan de ellos las milpas, los colores de las múltiples florecitas, viven entre esos campos, los herederos de los supervivientes. Los que valen son las personas más humildes. Aquellos que encontramos con su cuma y saludaban alegres. Otros, desde sus lejanas casitas.

Salimos. Y antes de regresar a donde ocurrió la masacre de El Mozote, nos detuvimos a un inmenso monumento, que está en medio de esos caminos, tiene en esculturas personajes universales, figuras como Gandhi, Martin Luther King, Madre Teresa de Calcuta, el Papa Juan Pablo II,  y mas allá San Francisco de Asís, y por allá en lo alto en otra colina otro monumento con la figura de Monseñor Romero. Parece que es iniciativa de un convento construido ahí. Llegamos a El Mozote, por fin. En un lugar donde mataron a mas de mil personas, en un operativo del Ejército, la noche del 11 de diciembre de 1981. Torturas, violaciones, ejecuciones, que fueron negadas cobardemente. ¡Eran bebés!  Y les ensartaban cuchillos en el aire. ¡Eran niñas, adolescentes, mujeres! y las llevaron a los cerros vecinos a violarlas, para luego matarlas. Dejan un incendio después de su destrucción. Dejan rótulos diciendo que fueron “Los Angelitos del Infierno”. Dejaron el dolor en el pueblo. Al llegar, estaba un poco vacío. Solo los lugareños. Me fui a fotografiar una casa que parecía la única que aún tenía los balazos de los hechos ocurridos en ese lugar. Paredes ametralladas. Ya no había otra así. Vi los hoyos de las balas. Y hasta imaginé escuchar los gritos, los llantos de bebés, niñas, niños, mujeres, hombres… Luego, caminé hacia el santuario con los cientos de nombres y apellidos, familias enteras. También está la tumba de Rufina Amaya, quien  sobrevivió escapando del Batallón Atlacatl en plena acción de muerte, ella contó al mundo la masacre. Su foto más famosa la captó en estos días la fotógrafa Susan Meiselas. Norita me pidió una foto, con el símbolo de la familia ícono del Mozote. Luego, una niña me ofreció jícama con limón y sal, le compré. Entré en una pequeña tienda de artesanías, productos creados por las mujeres, collares de semillas, utensilios de barro, alforjas y matatas, cantimploras con tecomates. Y vi los aretes, pulsera y collar de las semillas de pito (Erythrina berteroana), y se los compré. Una candelita en un morro miniatura con las iniciales de “El Mozote nunca más”,  también lo llevo. La gente tiene esa frase de “nunca más” porque nadie quiere que ese tipo de situaciones vuelva a pasar.

Están los recuerdos de los sobrevivientes que estaban en otro lado,  al regresar encontraron solo un cementerio vivo, huesos, ropa, balas, restos del incendio de sus casitas, toda destrucción del altar de la ermita para los lugareños, algo sagrado. Un joven camina con su celular y audífonos. Un perro pastor alemán ve a los otros en la calle, él no puede salir de casa solo en la verja. Los perros aguacateros nos ven, andan libres, como las gallinas, los patos, los pájaros.  La gente nos observa.  La gente nos saluda. Nos retiramos de El Mozote. Continuamos sin saber donde íbamos. Andábamos aventurando. Cruzamos en la calle que decía: hacia Río Sapo. Nos bajamos en el puente. Es precioso. Años sin ir.  Entre las montañas, el río, sus rocas blancas bañan sus aguas aqua que con la tarde mostraban el cielo.

De repente, vimos bajar y caminar a S, quien  con natural y espontánea acción, el río le llamó y él entró a sus aguas por unos momentos, en la hora cercana al ocaso. Su aura se iluminó.  Le vimos después salir con sus cabellos blancos secándose la piel blanca, satisfecho del chapuzón en el río, viejo amigo testigo y guardián en los tiempos de la guerra. Seguro recordó los momentos aquellos, cuando todo era rápido, y cada segundo valía, como valía tener un libro para leer. Pero esa es otra historia de Morazán.

Ver también

«Orquídea». Fotografía de Gabriel Quintanilla. Suplemento Cultural TresMil, 20 abril 2024.