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Un(o) testimonio del otro: 7 de septiembre X

Caralvá

Intimissimun

Era tiempo de sigilo en 1981, existió un repliegue después de la ofensiva guerrillera de ese año, nos vimos obligados a retornar y buscar empleo; tenía mis estudios de medicina y amigos en los centros humanitarios de esa manera logré conseguir empleo en la Secretaría Social Arquidiocesana que administraba los refugios de San Salvador, ahí cientos o miles de desplazados de las zonas de guerra se hacinaban en breves espacios, no había alternativa o morían en sus lugares rurales considerados guerrilleros o buscaban un lugar en la ciudad;    mi trabajo era atención primaria, control de embarazos, distribución de medicamentos, inventario general de enfermedades etc. así debíamos entrar y salir de los centros de los desplazado esa condición nos hacía “visibles” a los “Cuerpos de Seguridad”;  algunos sitios eran: Seminario San José La Montaña, Mejicanos, Los planes de Renderos y otros,  donde existían centros católicos con espacio suficiente, el horizonte era la descomposición social reflejada en esos sitios por las ciudades, durante un tiempo funcionó los cuerpos policiales con la excusa de perseguir guerrilleros allanaron aquellos centros, a pesar de la custodia de la Cruz Roja e Iglesia.

Ahí estábamos junto a otros compañeros estudiantes-médicos.

En una ocasión un desplazado me relató su historia[1]:

“Chendo no podía dormir, a cada instante imaginaba el momento de su muerte, la fracción de segundo en que la vida se desliza entre fronteras irreales.

Aquella tarde salía del Refugio San José de la Montaña, un lugar conocido por los desplazados de guerra y el Ejército, le acompañarían sus amigos Ramiro y Lucas que necesitaban algunos alimentos, salieron por el portón metálico junto a la cancha de fútbol, ahí está la imprenta Criterio que sabe de las bombas incendiarias de los Escuadrones de la Muerte y el furor de los fanáticos de derecha.

Nosotros salimos –afirmó Chendo- pero a dos cuadras del Refugio un camión de soldados y civiles, que nos caen sin decir nada, se bajan y nos amarran, el oficial a cargo un tipo panzón mal encarado se adelantó con su vozarrón:

-Al fin te agarramos pollo, a vos y a tus “compas” Lencho y Martín les tenemos un hambre.

– No somos Lencho, ni Martín, dijeron los compitas.

– ¡Que hijueputas! ¡Ustedes son subversivos! ¡y vos pollo sos el pior! –me señaló-

– Yo no soy ningún pollo, Sargento.

– ¡TENIENTE! ladró el oficial con una voz metálica.

– Sí mi Sarg… digo, mi Teniente, no soy el pollo ese, lo juro.

– ¡Amárrenlos bien, ahorita van a ver estos comunistas quién es la Fuerza Armada!, ¡Vamos al Playón!

– Nos tiraron al piso del camión, solo sentía el vergo de patadas que nos zampaban los cuilios, nos vergüiaban peor que si les hubiéramos quitado a sus viejas, al fin llegamos al Playón, ese lugar es una zona donde la lava (roca volcánica) que cubrió todo, los matorrales que crecen al lado de la carretera son chaparros, tristes plantitas que nunca serán árboles; donde nos llevaron había una hondonada, que en su fondo se ven huesos humanos y desechos, es un tiradero de cadáveres, adivinamos nuestro destino, me entró un sudor por todos lados, los compas tenían los ojos abiertos, grandes ojotes  bien tetelques, al bajarnos, el Teniente ordenó soltarnos las manos, yo apenitas sentía el calorcito que llegaba a mis dedos y el gordo como fiera gritó:

– ¡De estos hijueputas me encargo yo mero!

– Entonces nos alinearon:  Ramiro, Lucas y yo; no valieron las últimas súplicas, el gordo sacó una escuadra y disparó en seco a la cabeza de Ramiro y Lucas, ambos rodaron por la hondonada como peñas en busca de su destino en el fondo, al llegar a mí dijo: ¡Ahora si pollo, te jodiste!, alzó su arma hacia mi cabeza, y yo la hice hacia atrás, inclinándola un poco cuando disparó.

– Yo estuve muerto.

– No recuerdo cuanto tiempo pasó, alguna partecita de mi cabeza seguía funcionando o no estaba bien muerto, no atinaba nada, ¡Dios míos que fea es la muerte!

– ¿Pero estoy vivo o muerto?

– La vista se me oscurecía, veía borroso, sobre mi cara tenía sangre, mucha sangre, pero no sabía aún qué había sucedido, todo fue tan rápido, pronto recordé a mis compas Ramiro y Lucas.

– ¿Hey Ramiro?

– ¿Hey Lucas.?

– Les llamé y no me contestaron, como pude llegué donde ellos y ellos, si…

¡Puta! ¡Qué fea es la muerte!

De ahí caminé por la carretera hasta bien entrada la noche, llegué a un ranchito donde vivía una viejita; entré así como estaba todo ensangrentado casi sin poder hablar, le di un gran susto a la viejita, pero después lo primero que me dijo fue:

– Qué te pasó m´hijo?

– Es que mi mujer me pegó –dije-

– Que vieja más condenada, ingrata ¡mirá como te ha dejado!

– Fueron tres días los que me curó esa viejita, hasta que tuve fuerzas para regresar y contarles a los compas, no fueran a pensar que nos habíamos robado el dinero, ni lo habíamos gastado en putas. Tengo bien presente cuando salí del ranchito, la viejita me rogó que me quedara.

– Cuidate de esa vieja m´hijo, es una malvada –dijo preocupada-.

– Yo le agradecí despidiéndome, pero solo pensaba.

¡Puta! ¡Qué fea es la muerte! ”

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[1] Reseñada en el libro: La primavera salvadoreña recuerda España.

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