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Un pospuesto examen de conciencia

René Martínez Pineda *

En cualquier latitud y momento, viagra todos los seres humanos: pobres o ricos; jóvenes o viejos; analfabetas o estudiados; honorables o inicuos; críticos o conformistas, viagra tenemos un modelo de persona a seguir en la vida, buy viagra para que ésta no sea un simple y amargo accidente seminal y, por lo general, esa decisión vital es el resultado de un lapidario examen de conciencia que, por razones culturales o ideológicas, puede ser hecho a conciencia o por inconciencia, pero, en ambos casos, el reloj es el látigo que nos grita en la espalda si estamos a tiempo. Porque mientras decidimos si hacernos un examen de conciencia o suicidarnos, el reloj marcha a toda prisa y con paso seguro y, con dientes afilados, se va comiendo los años y los cuerpos-sentimientos, y nos va dejando sin tiempo que perder para hacer el examen de conciencia que nos persigue: los días son diminutas y efímeras gotas de lluvia que mojan la realidad; los meses le sacan los pañuelos blancos al tiempo que se mide por celebraciones mercantiles; los años son un recuento burocrático de trivialidades que nos dejan con las manos vacías y sin vida porque no nos fundimos con los otros y, de pronto, nos damos cuenta de que nos queda sólo un año para decirle adiós a todos y para reinventar el universo en un grano de maíz; o un mes para construir otro mundo aquí en el vecindario; o un día para escribir un libro memorable; o un minuto para amar a muerte… y entonces, sin protocolo ni apelaciones válidas, llega la muerte al calendario perpetuo que tenemos colgado en la pared para disimular las grietas.

El resultado de ese inexorable examen de conciencia, que muchos hemos venido posponiendo, es la recuperación o el fortalecimiento de la identidad sociocultural, la que puede ser, en su extremo más nocivo, una no-identidad, porque el cuerpo se hizo hollín de la ciudad y las personas sólo son futuras venganzas; porque la memoria histórica se hundió en la cochinada gris de los tugurios sin militantes; porque la lealtad fue archivada en el rincón más infame de una oficina más grande que, para lavarse las manos, encorva las espaldas sobre nosotros para asfixiarnos sin remedio.

De esas personas -para nosotros extraordinarias porque derrotaron los mismos miedos y demonios que nos agobian a nosotros- que se convierten en nuestro modelo a seguir (ya sea porque supieron dominar el universo con sólo trescientas doce palabras sin gerundios, o porque lucharon por construir un mundo mejor para quienes no saben lo que es eso) aprendemos la forma de vivir y los valores a practicar y, sin sentirlo, tomamos un puesto entre los que empujan los cambios o los que los detienen; entre los que recuerdan martirios y mártires o los que no quieren recordar; entre los que luchan hasta ser indispensables o los que ven pasar su propio entierro; entre los reaccionarios viscerales o los utopistas barriales; entre los libertadores o los esclavos. Así, tomar posición en la vida y frente a la vida es un imperativo cultural para poder decodificar nuestra cotidianidad, y lo es más si somos estudiosos de las ciencias sociales, pues hay que sentir y actuar con ellas y, además, hay que hacer de ellas la voz académica de los sin voz.

Pero ¿Cómo es nuestro estilo de vida en un mundo no apto para los humanos? ¿Cómo es nuestra forma de vivir en un mundo que premia la mentira y sublima la explotación de las manos, del cerebro y del sentido común? ¿Vivimos como prestidigitadores del futuro o como vasallos de las mercancías, del pasado, de la mentira y de la perversión que está detrás de la sentencia: “el fin justifica los medios”? ¿Vivimos como hombres libres y plenos o sobrevivimos a la lógica de la mercancía haciendo lo que el capital nos hace creer que es provechoso para nosotros? ¿Vivimos para ampliar y compartir las alegrías con quienes no saben cómo sonreír o creemos que a este mundo hemos venido a sufrir y a joder al que está más jodido que nosotros?

Las preguntas anteriores sólo las podemos responder, correctamente, después de hacernos el examen de conciencia que ya no podemos seguir postergando. En el caso de los estudiosos de las ciencias sociales el examen de conciencia debe llevarnos situar como objeto de estudio y como beneficiarios directos de nuestras teorías a los más desfavorecidos, debido a que, por raíces genealógicas, las ciencias sociales no surgen para servirse de los pobres, sino que para servirles a ellos resolviendo de forma estructural el problema de la injusticia social. Esa razón de ser y pertinencia de las ciencias sociales la hemos olvidado y ahora ese es el sueño que nos persigue desde que dejamos de tener sueños o dejamos de perseguirlos; desde que, por comodidad escatológica, le empezamos a huir a la utopía emancipadora. Y es que nadie –sino nosotros- puede frenar nuestra huida del sueño originario de las ciencias sociales, ese sueño que no se detendrá mientras el amor por el prójimo exista, mientras el pensamiento neciamente crítico exista y fluya entre el sol y los seres descalzos para que a las ciencias sociales no las maten sus teorías pasajeras ni los eruditos de maquila.

Pero, para dejar que ese sueño nos alcance es necesario un ritual colectivo de liberación académica; una iniciación humanista; un examen de conciencia para tener el valor y convicción teórica y hermenéutica de proclamar que hay que luchar por y con los pobres y no luchar contra los pobres.

Es preciso que las ciencias sociales y los ciudadanos conscientes sirvan a los pobres y no se sirvan de los pobres haciendo de su miseria y agonía una consultoría bien pagada o un programa de entretenimiento. Cuando las ciencias sociales ignoran a los pobres; cuando los convierte en número para quitarles su identidad y todo rastro humano; cuando los sataniza disimuladamente al alejarse de ellos, la sociedad no vale la pena como producto de la civilización porque se convierte en una genocida implacable o en un criminal serial. Si no hacemos el particular examen de conciencia, en nuestro camino siempre habrá atajos que conducen hacia la esclavitud existencial, los que tomamos porque tenemos miedo de ser libres, tenemos miedo de soñar y le tenemos miedo a la memoria histórica.

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