Por David Alfaro
16/11/2025
Han pasado treinta y seis años desde el asesinato de seis sacerdotes jesuitas y dos colaboradoras en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas. Aquella madrugada del 16 de noviembre de 1989 sigue siendo una de las heridas más profundas de la guerra salvadoreña. El crimen fue cometido por miembros del Batallón Atlacatl, bajo órdenes de la cúpula militar, con el propósito de callar a quienes defendían los derechos humanos y denunciaban la desigualdad que alimentaba el conflicto. Aunque ha transcurrido más de una generación, la justicia sigue siendo una promesa incumplida.
Un crimen que el país no ha podido cerrar
Entre las víctimas estaba Ignacio Ellacuría, rector de la UCA, cuya voz incomodaba a los sectores de poder. Él y sus compañeros, junto con las dos mujeres que los apoyaban en su labor cotidiana, fueron asesinados con una frialdad que marcó la historia del país. Sin embargo, las estructuras judiciales nunca lograron llevar ante los tribunales a los responsables intelectuales. Las investigaciones avanzaron lentamente, se manipularon expedientes y se ignoraron evidencias. Incluso los esfuerzos internacionales han chocado con la resistencia de un Estado que, desde entonces, no ha mostrado voluntad política para esclarecer los hechos.
El presente: cómo se reescribe la historia
En los últimos años, la llegada de Nayib Bukele ha añadido una nueva capa de preocupación. En lugar de impulsar la verdad y la justicia, su gobierno ha tomado decisiones que rehabilitan a verdaderos asesinos: la libertad condicional anticipada a favor del Coronel Guillermo Benavides, quien fue condenado a 30 años de prisión por estar vinculado directamente a la masacre de los sacerdotes jesuitas en la UCA, así como la condecoración a Orlando Zepeda, señalado por su participación en la masacre, es un ejemplo que indignó a sobrevivientes, académicos y defensores de derechos humanos. Ese gesto no sólo ignora el peso de la memoria histórica, sino que envía un mensaje peligroso: la impunidad es premiada.
Además, el ejército, protagonista de los abusos del pasado, ha recuperado un protagonismo preocupante. Bajo el régimen de excepción, se ha convertido en un brazo represivo que captura, intimida y maltrata a miles de personas, especialmente en zonas pobres. Los testimonios de golpes, detenciones arbitrarias, extorsiones y agresiones sexuales revelan prácticas que evocan las sombras de los años más duros de la guerra. La institucionalidad democrática retrocede y el país camina hacia una normalización de la violencia estatal.
Una herida abierta que exige verdad
Treinta y seis años después, la falta de justicia en la masacre de los jesuitas es una deuda que el país no puede seguir arrastrando. Honrar la memoria de las víctimas significa reconocer lo ocurrido, asumir responsabilidades y garantizar que los abusos del pasado no se repitan. La exaltación de militares con historiales cuestionados contradice la búsqueda de verdad y mina los esfuerzos por construir un país basado en el respeto y la dignidad humana.
La lucha por la justicia sigue siendo tarea de la sociedad salvadoreña. Solo una ciudadanía vigilante, informada y comprometida podrá impedir que la historia se manipule para justificar abusos presentes. La paz real no se sostiene en silencios impuestos, sino en la verdad, la reparación y la garantía de que nunca más la fuerza militar será usada para oprimir a la gente.
La justicia no es un privilegio concedido desde arriba. Es un derecho que se conquista, aunque pasen décadas.
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