Luis Armando González[1]
“El conocimiento es la búsqueda de la verdad; y es perfectamente posible que muchas de nuestras teorías sean de hecho verdaderas. Pero incluso si son verdaderas, nunca podemos saberlo con certeza”.
Karl Popper
Los seres humanos somos presas de los más variados sesgos. O sea, de la propensión espontánea a emitir juicios (con las acciones o decisiones a que ello da lugar) a partir de una apreciación inmediata de lo que nos rodea o nos afecta en una situación determinada. El problema de los sesgos es que si bien la mayor parte de las veces dan lugar a juicios y acciones acertados en otras muchas sucede lo contrario. Puede que en estas últimas no haya nada importante en juego, pero si lo hay, entonces los sesgos pueden ponernos en aprietos.
En la literatura suele citarse, a modo de ilustración, el temor heredado a las serpientes que quizás sea común a todas las personas; o sea, ese temor que nos hace huir de forma automática a algo serpenteante que se mueva por el suelo. Casi siempre no hay una serpiente, y, por tanto, nuestra huida no tiene ningún sentido. Pero ¿y si la hubiera? Nuestra vida estaría a salvo, lo cual no es poca cosa. Sólo por este acierto potencial vale la pena hacer el ridículo cuantas veces sea necesario cada vez que vemos “algo” que se mueve bajo nuestros pies.
Visto por el lado de los sesgos, éstos son, por lo general, algo inofensivo y en múltiples ocasiones son de utilidad para, como dice Daniel Kahneman, “pensar rápido” en situaciones que así lo requieren. Pero ¿y cuando en situaciones críticas, en las que se requiere –siempre según Kahneman— “pensar despacio”? Pues en estas situaciones –y a diferencia de cuando nos encontramos con una culebra real y tenemos que pensar rápido— los sesgos pueden ser totalmente contraproducentes, dado que nos pueden llevar a emitir juicios no sólo precipitados, sino falsos; a actuar imprudentemente; o a no actuar en la dirección más atinada en acuerdo a lo que dicta la realidad.
Una pregunta que cabe hacerse respecto de los sesgos es cómo corregirlos o cuando menos moderarlos. Se me ocurre que para un par de ellos puede de ser de ayuda el falsacionismo popperiano, tan relevante en distintos campos de la investigación científica. Los sesgos a los que me refiero son el de los “costos hundidos” y el de la “confirmación” que, sospecho, se refuerzan mutuamente.
El primero –el sesgo de los costos hundidos[2]— es el que, una vez que hemos invertido unos recursos determinados (tiempo, dinero, esfuerzo) en una actividad o propósito (juego, relación social, guerra, política, negocio), nos cuesta desistir de seguir haciéndolo, pese a que el objetivo perseguido no se esté logrando ni se vaya a lograr (y si se logra, sus costos, por cierto, no sólo financieros, serán muy superiores a los beneficios obtenidos). Y mientras más lo hacemos más fácil es que sigamos en ello, volviéndose difícil que renunciemos a seguir en esa misma dinámica. El sesgo de los costos hundidos nos induce a juicios o creencias del tipo siguiente: “quizás no he dedicado suficiente tiempo o esfuerzo, o he invertido muy poco, así que le meteré más ganas”; o “ya invertí mucho, ya dediqué demasiado tiempo y energías, como para desistir, así que voy a continuar”.
El resultado de ello es la persistencia en continuar en lo que se está haciendo, aunque no conduzca a la meta deseada; y ello porque se estima que no se ha invertido (energía, esfuerzo, dinero) lo suficiente –que queda “algo” por hacer y que por ese “algo” faltante es que la meta deseada no se ha logrado— o porque, contradictoriamente, se estima que es mucho lo que se ha invertido (en tiempo, energías, dinero) como para retirarse. “Es demasiado lo que perderé si me retiro”, suele pensar la persona atrapada por el sesgo. Y no es raro que también se diga a sí misma: “comparado con todo lo que ya he invertido un pequeño esfuerzo más (en dinero, tiempo, energía) no me supondrá ninguna pérdida significativa”. O sea, coloca en un solo rubro el total de lo ya invertido (y perdido, pues no logró su propósito) y lo compara con la pequeña fracción adicional que ha decidido sumarle, y concluye que quizás sea ese “incentivo adicional minúsculo” el que hará la diferencia. Y sus costos se siguen hundiendo.
“Cuando nos encontramos en medio de una situación donde estamos perdiendo –escribe Amanda Montell—, ya sea en una relación tóxica, un grupo espiritual explotador o algo trivial como una película aburrida, tendemos a perseverar, diciéndonos a nosotros mismos que la victoria que esperábamos está a punto de llegar en cualquier momento. De esa manera, no tenemos que admitir ante nosotros mismos que hicimos una apuesta equivocada y perdimos. La falacia del costo hundido emerge cuando te sientes obligado a terminar las diecinueve temporadas de la serie Anatomía de Grey a pesar de haber perdido el interés hace tiempo, porque ya vas por el episodio doscientos y ya pagaste la suscripción de la plataforma. O cuando estás perdiendo en el póker y decides decir ‘al diablo’ e ir con todo, porque ya has puesto mucho sobre la mesa y no podrás lidiar contigo mismo si te retiraras. El sesgo está vinculado a la aversión a la pérdida, la alergia espiritual de los humanos a enfrentar la derrota”[3].
En lo que se refiere al sesgo de la confirmación, cabe decir que es uno de los más estudiados por los especialistas en psicología cognitiva. Consiste básicamente en la propensión humana –muy humana— a buscar y aceptar, preferente y espontáneamente, datos, información o evidencia que respalde las propias creencias, valoraciones y apreciaciones. A lo que contraviene esas creencias, valoraciones y apreciaciones se le da la espalda, se lo descarta o se lo declara irrelevante o equivocado.
Debido al sesgo de la confirmación, buscamos ansiosa y afanosamente “pruebas” a favor de lo que creemos, apartando la mirada de todo aquello que de plano refuta o al menos pone en cuestión lo que damos por válido. Y llegado el caso podemos leer las evidencias en contra como evidencias a favor, es decir, convertir un “no” en un “sí”. Las inferencias inductivas son de una ayuda inestimable para hacernos de los respaldos en pro de nuestras creencias: seleccionamos y coleccionamos cuanto hecho nos sea convenientes y no dudamos en concluir –a partir de dicha selección y colección— que tenemos total razón en nuestras apreciaciones y visión de las cosas.
“Cuando uno ha llegado a creer que algo es cierto, pero se le presentan datos contrarios –dice Amanda Montell—, la naturaleza del cerebro es hacer lo que sea para que no los veamos o para que los reinterpretemos… Ni siquiera las personas más inteligentes y escrupulosas son inmunes. Una vez que te has comprometido con una idea y has defendido su sensatez, ajustar el marco mental a los nuevos datos es mucho más difícil que simplemente ignorarlos, o meterlos con calzador y hacer todo tipo de pilares psicológicos para que encajen… [el sesgo de la confirmación] le da permiso general a la mente para excederse en la simplificación de argumentos en una época en la que las discusiones se vuelven cada vez más espinosas”[4].
Ambos sesgos –el de los costos hundidos y el de la confirmación— pueden darse juntos (y ambos juntarse con otros, como el de aversión al riesgo, el efecto de la verdad ilusoria o el de proporcionalidad) con lo cual la distorsión de la realidad puede terminar siendo mayúscula. O sea, la creencia de que no hemos hecho lo suficiente para conseguir un propósito –o de que hemos hecho demasiado como para renunciar a él— puede reforzarse con evidencia ad hoc que se ajuste a –es decir, confirme— nuestra percepción de las cosas.
¿Podemos hacer algo al respecto? Por supuesto que sí; para comenzar podemos esforzarnos por discriminar entre cuándo corresponde “pensar rápido” (cuando una posible serpiente se desliza bajo nuestros pies) y cuándo “pensar despacio” (cuando tenemos que decidir acerca de quién nos gobernará). También podemos recurrir a Karl Popper quien, entre otro montón de enseñanzas, nos dejó una que es imperecedera, y es la siguiente: que si queremos avanzar en el conocimiento del mundo que nos rodea –y el conocimiento es esencial para tomar las mejores decisiones individuales y colectivas— tenemos que buscar denodadamente las evidencias que sean contrarias (que puedan refutar) a las conjeturas (hipótesis, creencias) que tenemos sobre la realidad.
Una buena visión de la realidad –no perfecta ni plenamente verdadera— será aquella para la que, por más que se las haya buscado, no se han encontrado pruebas empíricas en contra. Una mala visión de la realidad caerá pronto en descrédito –se revelará como falsa— ante las pruebas en contra a las que se ha prestado atención. Dicho de otro modo, Popper nos conmina a obrar en contra del sesgo de la confirmación, y no sólo eso: también nos invita a ir en contra del inductivismo que lo único que nos ofrece es una colección de hechos o datos que como tal está lejos de ser un conocimiento medianamente cierto. Una salvaguarda contra el sesgo de la confirmación nos podría ayudar a encarar de mejor manera el sesgo de los costos hundidos, pues daríamos el peso debido a las evidencias que nos digan que, por más que persistamos, no lograremos la meta que nos hemos propuesto.
Claro está que la formulación popperiana –su falsacionismo metodológico— aplica al quehacer científico en varias de sus disciplinas y procesos de investigación. Con todo, eso no excluye su utilidad y aplicabilidad en esferas de la vida distintas de la científica. Y, así, la proclividad que tenemos a sólo fijarnos en las pruebas que confirmen nuestras creencias puede ser contrarrestada por la búsqueda consciente de las pruebas que las contradigan, las cuales debidamente ponderadas quizás nos permitan tomar decisiones más razonables y realistas. La enseñanza popperiana, pues, nos puede ayudar a “pensar despacio” ahí en donde tal ejercicio cognitivo se hace necesario si queremos evitar desastres personales o sociales.
San Salvador, 11 de diciembre de 2025
[1] Agradezco a Alejandra Cañas por su lectura y revisión del texto.
[2] También se le llama “falacia del costo hundido”
[3] Amanda Montell, La era del sobrepensamiento mágico. Notas sobre la irracionalidad moderna. Madrid, Tendencias, 2024, p. 65. A propósito de engancharse a series en la que se pierde el interés, pero se persiste, me sucede con Valle salvaje, de la que ya llevo más de doscientos capítulos vistos y me digo que ya no va más, pero sigo.
[4] Ibid., pp. 180 y 186.
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