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Seguimos con el salario mínimo

José M. Tojeira

La ANEP no entiende lo que es el salario mínimo. Las subidas pequeñas que propone a un salario mínimo ya de por sí demasiado bajo, y el mantenimiento de una diversidad de salarios mínimos cada vez más desiguales demuestran una enorme ignorancia sobre el tema. Y al mismo tiempo una impresionante falta de sensibilidad humana. La ignorancia es evidente. El Salario mínimo no consiste en estipular el mínimo con el que se puede pagar a quien tiene hambre y necesidad de sobrevivir. Tanto para la Organización Internacional del Trabajo (OIT), con la que hemos firmado diversos convenios, como la propia Constitución de la República, definen el salario mínimo como una retribución “suficiente para satisfacer las necesidades normales del hogar del trabajador en el orden material, moral y cultural” (Const. 38, 2°). Hablando del derecho a un salario adecuado la Declaración Universal de los Derechos Humanos dice también: “Toda persona que trabaja tiene derecho a una remuneración equitativa y satisfactoria, que le asegure, así como a su familia, una existencia conforme a la dignidad humana y que será completada, en caso necesario, por cualesquiera otros medios de protección social” (Art. 23, 3). La Doctrina Social de la Iglesia insiste en el salario justo advirtiendo que “el simple acuerdo entre el trabajador y el patrono acerca de la remuneración no basta para calificar de justa la remuneración acordada, porque ésta no debe ser en manera alguna insuficiente para el sustento del trabajador: la justicia natural es anterior y superior a la libertad del contrato”. Y más adelante, se insiste en que un justa redistribución de la renta debe establecerse no sólo con “criterios de justicia conmutativa, sino también de justicia social, es decir, considerando, además del valor objetivo de las prestaciones laborales, la dignidad humana de los sujetos que la realizan” (nn 302 y 303 del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia editado por el Vaticano). Al final el salario no puede ofender la dignidad humana. E incluso con los aumentos propuestos por ANEP, hay salarios ciertamente reñidos con la dignidad humana. Es lamentable decirlo, pero es una vergüenza que quienes representan a la riqueza en el país estén contra la dignidad humana. Nuestro arzobispo se lo decía al afirmar repetidas veces que un salario inferior a los 300 dólares es pecado en El Salvador. Y no hay peor pecado que no amar al prójimo a quien se ve.

Por todo ello, el tema del salario mínimo no debería llamarse así. Un país que en su Constitución habla del bien común, de la libertad, el bienestar económico y la justicia social (Const. 1) no debería hablar de salario mínimo sino de salario justo, o usando las palabras de la OIT, de salario decente. Entre nosotros, da lástima decirlo, tenemos demasiados salarios indecentes, por más que los adornemos y queramos disimular con la palabra mínimo. Se confunden y equivocan quienes desde sus argumentaciones insisten en que el salario es un tema fundamentalmente económico. En primer lugar el salario es un tema ético, porque el salario corresponde a la dignidad humana en primer lugar. Y la dignidad humana es un tema de valores y no de mercado. No se compra la dignidad humana. En segundo lugar es un tema político. Si un país quiere mantener la paz y la concordia entre sus ciudadanos lo mínimo que debe buscar es el respeto a la dignidad humana. Y no se respeta la dignidad humana cuando se dan y cuando se defienden salarios de hambre. Y ese irrespeto ciertamente se produce cuando se defienden salarios mínimos que no cubren algunos de ellos ni siquiera el costo de la canasta básica alimentaria familiar. Si “El Salvador reconoce a la persona humana como el origen y el fin de la actividad del Estado” (Const. 1), es el propio Estado, a través de sus mecanismos políticos, el que tiene que garantizar un salario justo y decente. Tener un Estado que trabaje contra la persona humana, que marque salarios por ley con diferencias de cincuenta a uno, es una contradicción absoluta con la función estatal. Si la política está al servicio de la dignidad de la persona, la política debe intervenir en favor de salarios que no sean de hambre. Y lo de hambre no es broma, si consideramos que la canasta básica alimentaria anda por los 200 dólares al mes y se supone que el salario debe ser capaz de mantener una familia.

Finalmente tenemos que decir que efectivamente el salario mínimo es también un tema económico. Pero en tercer lugar, no en primer lugar. Querer convertir al mercado en el supremo rector de la vida social es absurdo. Especialmente, cuando quienes rigen el mercado, en su conjunto, ni son los mejores ciudadanos ni los más responsables con el bien común. El Salvador tiene suficiente dinero como para que el trabajador sea mejor retribuido. Incluso internacionalmente se nos está advirtiendo que tenemos que enfrentar un grave problema de evasión y elusión de impuestos. Según la fundación inglesa Global Financial Integrity entre el año 2004 y el 2013 El Salvador envió a paraísos fiscales la nada despreciable suma de 17.000 millones de dólares. En otras palabras un promedio de 1.700 millones de dólares anuales en el último decenio. Es cierta la queja de que estamos creciendo poco. Pero, tal y como funcionan las conciencias de algunos, no sabemos cuántos millones más irían a paraísos fiscales si creciéramos a mayor velocidad. Invertir dinero en el salario decente y en el mejoramiento de las redes de protección social, así como en la formalización progresiva de tanto trabajo informal, sería mucho mejor para el crecimiento económico de El Salvador que el envío de dinero a paraísos fiscales. La ong de ayuda al desarrollo Oxfam, una de las más respetadas internacionalmente, en un estudio sobre la riqueza en El Salvador decía recientemente que 160 personas tienen una riqueza estimada en 21.000 millones de dólares. Ciertamente con estos datos, y viendo además como viven algunos, es difícil pensar que no hay dinero. Mal repartido sí, pero que no nos digan que no hay dinero.

Redistribuir la riqueza es necesario en un estado liberal. Y la mejor redistribución de la riqueza se realiza a través de dos mecanismos muy simples. El primero es el salario. Sin salarios decentes no hay redistribución justa de la riqueza. Y la otra son los impuestos, especialmente si se sabe invertir con ellos adecuadamente en las redes de protección social. En ambos aspectos fallamos en El Salvador. Ni el salario es un buen mecanismo de redistribución de una riqueza que producimos entre todos, dado lo injusto y exiguo de los salarios mínimos, ni lo que recogemos en impuestos supera el promedio latinoamericano. Al contrario, estamos todavía varios puntos por debajo de la media. Querer incorporarnos al desarrollo con mecanismos obsoletos, creando desigualdades crecientes, explotando y dejando abandonados a los más pobres, no es más que una farsa. Y por supuesto una farsa provechosa para un reducido grupo de personas, que mientras los salarios sean tan mínimos y los impuestos tan burlables, podrán engrosar su capital de un modo escandaloso. El Estado debe devolver el salario mínimo aprobado por los empresarios y los sindicalistas. Debe devolverlo al Consejo del Salario Mínimo simplemente por razones éticas, políticas y económicas. Y en ese orden.   

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