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¿Qué más queda cuando no queda nada? (1)

René Martínez Pineda *

Voy a cumplir cincuenta y cuatro años al nomás doblar la primera esquina del año y aún me domina el tic tac del insomnio cuando la artritis de los malos momentos pesa más que los buenos recuerdos. Aunque me resisto con uñas y dientes. ¿Qué más me queda por saber o por experimentar o por vivir o por morir en este país de odio y de asco excremental que han edificado los ricos, clinic quienes, viagra con su código de barras, drugstore me convierten en un hombre minuciosamente identificado, número a número, pero sin identidad ni árbol genealógico? Desayuno mil cien noticias pornográficas y amarillas, y siete mil anuncios comerciales que trago con tres tazas de café con vainilla. De no ser por el histórico y corajudo Co Latino y por la utopía de izquierda que se niega a morir, creería que el país sólo produce malas noticias y malas personas y malos destinos y malos hábitos. ¿Qué más me queda por ver u oler o probar o sentir u oír en los años que me quedan? ¿Sólo delitos constitucionales sin victimarios de saco y corbata y pulsera? ¿Envidias sin risas ni premisas? ¿Fraudes? ¿Calumnias anónimas? ¿Cobardes públicos? ¿Perversión? ¿Enriquecimiento ilícito de los ricos y empobrecimiento lícito de los pobres? ¿Jueces-verdugos? ¿Fiscales-defensores? ¿Impunidad? ¿Arresto domiciliario u hospitalario o vacacionario? ¿Ordenes de extradición que -como dice la gente digna en el límite de la indignación- se las pasan por los huevos los abogados de la impunidad?

Pero también no todo está perdido en este país de hombres perdidos que, de cuando en cuando, hallan el rumbo de su dimensión desconocida. Me queda no decir “amén” a todo y no poner la otra mejilla… sólo tengo dos y están bien cachimbeadas por la vida; me queda no dejar que me maten el amor colectivo que hoy es visto como una infección venérea vergonzosa y crónica y afónica; me queda recuperar la razón y el habla y la utopía social para darle carne y huesos y sangre y alma a mi identidad originaria; me queda ser un hombre maduro sin prisas y con memoria para situarme en una historia nacional que es mía, que es nuestra, aunque los historiadores de derecha escriban lo contrario; me queda no convertirme en viejo prematuro con achaques ideológicos y reumas neurológicas y flatulencias sin protocolo.

¿Qué más me queda por tantear y husmear y travesear en este mundo de ritos y mitos suicidas sin notas de despedida? ¿Drogas alucinógenas que nos hacen perder las ilusiones y las visiones? ¿Cerveza adulterada? ¿Salarios sin billetes? ¿Leche sin nata? ¿Noticieros sin información? ¿Amaños? ¿Engaños? ¿Regaños? ¿Días sin años? Me queda respirar hondo, mirar alto y caminar lejos por donde otros caminaron para señalarme el rumbo; me queda abrir los ojos de par en par para descubrir las raíces del espanto neoliberal del capital; me queda inventar la felicidad aquí en la tierra como en el cielo, así sea a vergazos o puteadas; me queda entenderme, hablar de tú a tú, con el campo y con la lluvia y con los rayos furtivos que lo descubren todo y con los sentimientos y, claro está, con la muerte definitiva, esa puta triste que no olvida a nadie y por eso siempre vuelve por el equipaje y por la paga.

¿Qué más me queda por conocer y desconocer en este mundo de consumismo y conformismo y malinchismo? ¿Vahídos por hambre mientras unos pocos botan la comida o se ponen a dieta? ¿Asaltos a plena luz de la Constitución? ¿Carnavales donde se baila la tristeza y se le aplaude a la bajeza de los que no saben lo que es el honor? Pero también me queda debatir con el diablo antes de que se haga más viejo y más diablo; me queda tenderle la mano al que está caído y al que me la ha mordido; me queda prestar las quinientas llaves del alma propia y de la ajena para entrar al paraíso de los tres tiempos de comida; me queda presentir el mañana para no sentir la vileza del ayer ni consentir a los eruditos infames del hoy. ¿Qué más me queda por estudiar de este mundo inmundo con sus cuaresmas intactas que invitan a la pasividad de las cenizas; con sus grandes y lujosos almacenes que enseñan lo que no podemos comprar ni de fiado; con sus sabios ignorantes que se creen la sal del mundo y creen que están más allá del bien y del mal; con su flautista de Hamelín que nos ahoga en el río sucio de la traición; con su luna de neón privado cuya luz no llega a la oscuridad pública de los barrios sin leyendas; con sus ofertas navideñas que nos desvalijan el salario de seis meses; con su culto de dios nuestro padre y señor sin discusiones, un dios que jamás deja a la mano las llaves del reino aunque le recemos todo el día.

¿Qué más me queda por descubrir en este paisaje inhóspito lleno de fronteras sin visas ni mapas ni brújulas? Está claro que en sus casetas migratorias el norte es el que ordena y es el que pone los sellos de entrada, pero aquí abajo bien abajo donde vivimos los que no disponemos de atajos, el hambre permanente recurre al pan amargo de la discriminación de los prójimos para sentirse, por un rato, parte de la clase explotadora. Y mientras la difícil digestión de ese pan amargo se realiza, el tiempo pasa y pasan los desfiles de independencia y se hacen las cosas y cositas triviales que el capital no prohíbe. Para ellos, y para el norte, el sur existe pero sólo como laboratorio del genocidio y del suicidio; para ellos, y para el norte, existimos nosotros, pero sólo como el largo patio trasero donde sus predicadores ensayan palabras nuevas con plusvalías y hegemonías viejas; donde lanzan sus bombas atómicas y gases pedófilos que intoxican todo lo que tocan, tal como lo recomiendan y vaticinan y alucinan los ricardianos de la Escuela de Chicago, a pedido de los dueños de la tierra y del mar y del cielo y de todo lo que por esos sitios se mueve.

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