José M. Tojeira
Todos los obispos de El Salvador han firmado recientemente una Carta Pastoral en la que analizan la situación social y política salvadoreña, al tiempo que hacen una serie de peticiones en favor del bien común y la justicia. Aunque no son muchos los reclamos y parten todos de la preocupación evangélica por los más pobres, terminan describiendo una realidad triste e injusta, presente en nuestra patria.
Algunos de los reclamos se refieren a situaciones crónicas en temas como la salud y la educación que permanecen, a pesar de algunos intentos de mejora, en una situación deplorable. Insisten los obispos con toda razón en que se hagan esfuerzos mucho mayores en esos campos tan estratégicos para un desarrollo inclusivo y justo.
Otras peticiones se refieren a los efectos de un régimen de excepción excesivamente prolongado y que ha creado tensiones e injusticias en el país. Se exige en ese sentido el fin del régimen. Y salen a relucir algunos de sus abusos cuando se pide al Gobierno que no convirtamos el país en una especie de cárcel internacional, o cuando se solicita que el sistema judicial abandone su lentitud y realice con rapidez juicios imparciales, liberando a inocentes, hoy por hoy presos sin posibilidad de defensa.
La posición episcopal contra la colaboración con las políticas anti inmigrantes de países desarrollados, que tanto daño pueden producir a las familias salvadoreñas y al propio país, toca de refilón silencios e incluso actitudes de autoridades salvadoreñas que dañan la dignidad de los migrantes. La migración es un derecho, nos dicen nuestros obispos y el desprecio o agresión a los mismos, lo haga quien lo haga, se opone directamente al pensamiento cristiano.
Reclaman, como es lógico, la derogación de la nueva ley que autoriza la minería metálica en el país. Una gran proporción de nuestro pueblo cristiano lo exige y se escandaliza de que las palabras de nuestros obispos no tengan respuesta racional y dialogante.
Impacta especialmente en la carta pastoral la exigencia de que no se persiga a los defensores de Derechos Humanos ni a los que defienden el medio ambiente. Los obispos han detectado con claridad el ambiente de irrespeto a los Derechos Humanos por parte del Estado, expresado tanto por autoridades como a través de las redes afines, y por eso piden que no haya persecución.
Los ejemplos de Alejandro Henríquez, José Ángel Pérez y Ruth Eleonora López son más que evidentes de lo que dicen. Los campesinos, el sector con mayor pobreza en el país, se alegrarán sin duda con esta carta pastoral solidaria con ellos. Es absurdo mantener un salario mínimo del campo inferior al que se señala para los sectores urbanos. Los obispos conocen la marginación de este sector y piden una política seria de apoyo a quienes nos alimentan con su trabajo.
Como cristianos debemos apoyar a nuestros obispos. Fijar y concretar la problemática de El Salvador es necesario para establecer un diálogo fructífero sobre el desarrollo inclusivo y solidario que necesitamos desde hace muchos años. Desde su fuerza y su valía moral los obispos nos están animando a impulsar el diálogo en el país. Solo viendo objetivamente los problemas, se pueden encontrar soluciones adecuadas. La propaganda engañosa, la guerra legal contra opositores, los insultos a quienes tratan de buscar verdad y justicia, las reservas de información, son mecanismos contrarios al diálogo.
Difícilmente encontrará el gobierno planteamientos tan objetivos y serenos como los que en esta carta plantea la Conferencia Episcopal. Escuchar y dialogar es el reto del liderazgo político, tanto si quieren tomar en serio la ética como si desean que la Constitución de la República no se disuelva en la corrupción de normas secundarias y mandatos arbitrarios.
El bien común, la centralidad de la persona, la justicia social, los Derechos Humanos y el Estado de Derecho, temas todos constitucionales, están en juego. Y los obispos nos llaman a rescatarlos.