Escrito por Julio Enrique Ávila, en 1936
(Autor de El Salvador, Pulgarcito de América)
-I-
“Para poder concebir siquiera la posibilidad de la paz, es indispensable arrancar de cuajo el concepto guerrero que se tiene de “Patria”, pues organismos concebidos y credos para la guerra no pueden vivir en paz, son incapaces para la paz. Todo animal que posee garras fuertes y grandes colmillos es feroz y sanguinario, necesita de una víctima para su festín. ¡Todo país poderosamente armado necesita de víctimas para su grandeza!”
-II-
“Los directores de la política internacional- que no siempre son los gobiernos, pero a quienes los gobiernos rinden a menudo pleitesía, por conveniencia o por temor- para realizar sus fines imperialistas necesitan manejar los pueblos a su voluntad; para esto azuzan sus pasiones ancestrales, fáciles de estallar, con palabras pomposas: derecho, honor, civilización; y la rebeldía popular, dócil corderillo, se desahoga inocente por el cauce preparado de antemano. Luego les exaltan los sentidos, adulándoles sus gustos de niños grandes con los colores de las banderas y los emblemas; pero el frenesí, desbordante, fanático, irresistible, lo consiguen con la complicidad, siempre alerta, del ritmo infernal, esta vez encarnado en la forma más venerable del patriotismo: El Himno Nacional.
Desde la infancia, en la escuela, la música épica del himno golpea rudamente las tímidas almas en botón. Los timbales y las trompetas, con sus clamores estridentes, hacen vacilar en sus tallos frágiles a las yemas recién abiertas.
¿Por qué no conmover el espíritu de la criatura con una melodía suave y apacible, sin olvidar la vibración que va a despertar en él, adaptándole una letra simple que agite su entusiasmo por lo bueno y respetable; y lograr así, como en un arrullo, que su alma llegue a las manos del alfarero dócil y pura?

Luego, en la adolescencia, cuando la realidad y los sueños están tan confundidos en el alma curiosa, que la realidad no es más que un ropaje y el ensueño es la única verdad; cuando el espíritu, como una blanda cera, está propicio para recoger la más leve presión y marcarla eternamente; entonces los desfiles deslumbrantes, las fiestas patrióticas, las banderas sueltas al viento, todo acompasado, exaltado, glorificado por las notas vibrantes y marciales de los himnos, que tienen resplandores de sables al sol y piafares de corceles indómitos….
La mente del muchacho, deslumbrada, se puebla de epopeyas heroicas. Sueña con ser un general victorioso, que logra para su patria laureles y dominios, o bien un mártir de la causa, que sucumbe con gloria, para vivir eternamente en el corazón agradecido de las mujeres y en la admiración del mundo. Total: ¡una ideología forjada en la conquista y en la fecundidad de la sangre vertida!…
Más tarde, ya hombre, cuando la madurez de la vida ha puesto freno a sus impulsos, comprende, con espanto, que durante años y años ha pronunciado la letra de su himno patriótico con descuido, mecánicamente, arrollado por el vendaval de la música, que no lo dejó ahondar ni meditar en el terrible sentido de sus palabras: ¡matar o morir! La letra, en íntima comunicación con la música, nos presenta a la “patria” como una de aquellas divinidades sanguinarias, que exigen víctimas a trueque de sus favores y en cuyo altar eran sacrificados los mejores, los escogidos. A menudo hablan de paz, hacen el elogio de la paz, pero casi siempre como el premio justo de la victoria. ¡La paz, la armonía perfecta, como fruto obtenido por la guerra! El tesoro de una espléndida cosecha en un huerto abonado con sangre!”
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