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Los últimos días (2)

René Martínez Pineda

Mientras los correligionarios a destajo, usando a plena luz del día los recursos del gobierno, armaban la tarima del colorido show del apoyo masivo, el diputado Blue-Bic se refugió unos minutos en la casa del ocho veces alcalde -como si se tratara de una designación hecha por la cofradía en semana santa- para que su mujer lo atendiera lo mejor posible, dejando a la imaginación de ella qué significa “lo mejor posible”. Al nomás entrar se quitó los zapatos de charol negro de cintas rojas (con agujeros negros en un costado para dejar salir los juanetes más dolorosos e infames, camuflados -los agujeros- con una red finamente tejida por gusanos que sólo se ven en la remota montaña de Jade), acomodó su culo cetáceo en el sillón, lanzó involuntariamente dos bombas lacrimógenas y le pidió al guardaespaldas -con un gesto imperativo de su mano derecha- que le diera la diminuta y elegante botella de Fillico Juwelled Water -cuyo costo por unidad es de 219 dólares, o sea nueve días de trabajo del seguridad- y se la bebió de un solo trago para aplacar la furia del clima de desierto y, con ansias de cerdo en arresto domiciliario, engulló el sándwich vegano que, con guantes para pandemia, le preparó su mujer a las cinco de la mañana, rutina culinaria desde que casi se muere de una diarrea vocinglera y sideral oculta en un pan con pollo accidentado que, con sacrificio, le dieron en uno de los mítines y, sin las precauciones debidas, se tomó cuatro píldoras azules para estar bien erguido cuando diera el discurso inaugural de su campaña. Sin pedir permiso, se recostó en el sillón y se quedó dormido unos diez minutos en la apacible y morbosa oscuridad de la casa, minutos en los que soñó que estaba muerto y solo, y sin un curul donde desparramar la retaguardia de su celulitis.

Se despertó, sin protocolo, totalmente empapado de un sudor frío ocasionado por la experiencia premonitoria de su muerte política dentro de tres años y dos meses. Pero debía fingir que aún era el capitán de su destino cuando estuviera en el púlpito hablando de cosas hermosas y promesas de honradez que no iba a cumplir ni en broma; debía verse pulcro, inteligente, calmado e inmortal en su guayabera y con un bulto grosero palpitando en sus jeans de marca para dar la imagen de sensaciones extremas. Sin embargo, las pastillas azules no pudieron espantar el sueño sobre su muerte, y al subir a la tribuna, bajo una hojarasca de hojas de papel higiénico usado, aplausos forzados y palmaditas en el hombro, sintió que un odio gutural y purulento lo invadía de juanetes a cabeza; un odio a quienes lo tocaban con miedo confianzudo, pues los veía como súbditos simples, descalzos y despreciables cuyo olor a trabajo duro de campesino del campo y a esmegma solar de seis meses le quemaba la nariz. Al nomás poner las manos sobre el púlpito (una estructura barroca dieciochesca en cuya base se acoplan tres leones, con las cabezas hacia afuera, para darle fuerza a tres ángeles niños con guirnaldas de mármol verde, la cual fue traída de la capilla mayor de la Catedral de Granada, en 1856, usando las limosnas que el Estado había recaudado para hacerle frente a los daños del terremoto de 1854, las que fueron robadas por un diputado originario del lugar) los aplausos cesaron de inmediato. Disimulando, muy mal, el odio y el asco que sentía hacia quienes le darían otros tres años para que robara como impune degenerado, empezó a hablar sin mover las manos ni los labios; tenía los ojos vacíos apuntando hacia la bruma ardiente que salía de las aguas del río desbordado. Su tono fúnebre y ausente tenía la profundidad de los lagos en los que estaba decidido a buscar asilo un día después de su muerte política, y ese discurso, tantas veces dicho de memoria, esta vez se oyó carente de gerundios, verbos y conjugaciones en tiempo futuro con posibilidad de existir.

Estoy aquí para reafirmar mi disposición de legislar a favor del pueblo y luchar contra la corrupción que los mantiene a ustedes sumidos en la pobreza, dijo, antes del saludo rutinario con los brazos alzados, y lo dijo sin mostrar un tan solo gesto de cinismo patológico. ¡Ustedes ya no serán el hediondo culo de la patria! ¡ya no serán los olvidados del Dios del progreso y la sonrisa! ¡ya no serán los indigentes del desarrollo social, ni volverán a padecer hambre, frío o sed en este país que los expulsa a diario de su seno en el que han nacido y amado a su verdugo! ¡Les prometo que los temblores van a terminar cuando deje de temblar! ¡Todos ustedes serán ricos y famosos y lindos porque yo no robaré ni un centavo, ni uno solo; todos ustedes serán felices gracias a mí y a mi encarnado partido! ¡Se los juro por dios y mi madre y por la madre de todos ustedes, hijos de puta! Aunque esas últimas tres palabras fueron inaudibles para el público que lo vitoreó sin entender su jerigonza.

Esas frases altisonantes eran, sin censura, la pócima secreta para darle gusto a la sopa de la alucinación del público humilde, la cual se espesaba con las aureolas, banderitas, fotos sonrientes, camisetas psiquiátricas y pedorros cuetes de vara donados por el burdel “David Ricardo”, llamado así porque su dueño -un economista desempleado e insípido- creía que un burdel es el mejor ejemplo de la libre tributación.

En el momento en que iniciaba el mitin, los asesores del diputado sacaron de un pick up, con placas nacionales, las cajitas de pollo frito para repartirlas como pago por asistir al evento y permanecer en él hasta su final sin dejar de aplaudir cada siete palabras. El diputado alargó con falacias indoloras el discurso, y esta vez prometió muchas más cosas que en las ocasiones anteriores para conjurar el sueño de malagüero que acababa de tener.

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