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Los últimos días (1)

René Martínez Pineda

Como si hubiera sido un leve y placentero soplo de aire marino, ya habían pasado treinta y dos años en la vida del diputado Fabricio Analito Blue-Bic de los Reyes, años en los que, disponiendo a diestra y siniestra del dinero del pueblo junto a sus colegas, compró cincuenta casas, ocho ranchos, dos haciendas de café, doce autos clásicos, una chocolatina y, con el bono semestral, transformó su apariencia física, aunque, a fuerza de ser sinceros, siguió siendo tan deforme como antes de que el bisturí iniciara los trabajos de mitigación en las cárcavas de su insigne nariz de lora navarrica. Tantos años de pedos atroces en el curul y en el primer renglón de la nómina secreta de sobresueldos -que le hicieron soñar que él era el verdadero presidente de la república- afilaron su instinto de supervivencia, y hoy éste le insinuaba dos cosas irrefutables: su reencarnación en otro político para alcanzar la vida eterna en el paraíso terrenal de la impunidad; y que sólo le quedaban dieciocho meses y diez días para morir burocráticamente y para tramitar su asilo en el olvido drástico del pueblo.

Fue entonces que recordó el día en el que, saludando con asco a la multitud que convertiría en víctima de su demagógico discurso electoral para el tercer período, descubrió el rostro de la que creyó sería la mujer de su vida, Sara de las Flores Munio -una delgada, misteriosa y linda muchacha cuyo padre, huyendo de la justicia española tras ser acusado de actos de corrupción y sodomía, llegó al país proveniente de la región Vasca, en la segunda mitad del siglo XX- sin sospechar que él sería para ella el odio de su muerte y el escultor de sus arrugas más hondas e intratables porque, como todo corrupto de linaje, hizo de sus hijos sus cómplices, lo cual fue para ella la repetición de la funesta historia de su padre que tanto daño le hizo, razón por la cual era totalmente diferente.

La conoció en San Buenaventura de la Merced de los de Abajo, un pueblito irreal y dramático que por la noche es inundado hasta la cintura por el río sucio que bordea las casas, lo cual agiliza el contrabando de todo tipo de mercancías hasta el punto en que esa es la principal actividad económica de las familias de abolengo y el sustento ilimitado del fondo de jubilación del cura, del alcalde y del comandante de la brigada de infantería. De día, el pueblito es azotado por un sol inclemente que rebota en las paredes de adobe engendrando un denso vaho de desierto que convierte las calles en un claustro yermo y salino… y ese pueblito es tan remoto, tan hostil y tan calcinante que nadie en su sano juicio, o con dos dedos de frente, hubiera creído que allí naciera alguien capaz de darle un aire fresco a la corrupción galopante, y congelar, en sólo un quinquenio, la utopía social del resto de habitantes del país. Hasta su nombre era un chiste de mal gusto o una afrenta, pues la buenaventura sólo era real para unos pocos, dentro de los que hoy estaba el diputado Fabricio Analito desde que, con discursos aduladores e incendiarios que extraía de un hinchado y mediático maletín negro, se hizo político de carrera, discursos que, por su furia subversiva, fascinaron a Sara desde la tarde en que oyó el primer gerundio haciendo piruetas en los palos de mango indio que adornan el casco urbano.

Desde entonces, San Buenaventura es el lugar de inicio de su campaña electoral. El primer día oficial de propaganda de ese año -un sábado de cuaresma- llegó al pueblo con una comitiva de veinte buses repletos de actores decadentes, cantantes desafinados, payasos grotescos y gritonas de alquiler que con sus vítores, carcajadas y aplausos tenían como misión única crear la ilusión de una enorme multitud de apoyo. Sin embargo, ese día no todo fue igual, y su instinto de sabandija política no le profetizó, al oído, que ese sería su último período legislativo, debido a que no supo ver señales de catástrofe en el hecho de que Sara se negara a acompañarlo tal como lo había hecho en todas las ocasiones anteriores, cada vez con más tristeza en la cara y en los gestos. Poco antes del mediodía, con la música ranchera mal tocada estremeciendo los mangos, los cuetes de vara rompiendo el himen del cielo y las cajitas de pollo frito repartidos por la comitiva, llegó al parque central en un auto blindado del color de la tierra recién inundada.

El diputado Fabricio Analito Blue-Bic -para servir a usted, si hay lucro personal en ello, claro está- estaba rascándose los huevos, totalmente absorto y sin tener la más mínima noción del tiempo dentro del refrigerador con llantas, pero al nomás su lascivo guardaespaldas abrió de golpe la puerta, lo zarandeó el aliento de dragón del pueblo, y su graciosa guayabera blanca de tela exótica cuyo precio, por yarda, es simplemente inimaginable, se impregnó de un sudor instantáneo, espeso y penetrante que denunciaba su origen campesino, y eso fue como si le cayeran encima todos los climas sufridos y todos los años vividos en la lujuria de la impunidad, años de envejecimiento que, con cirugías plásticas y pócimas prehispánicas hechas con colas de garrobo en celo, había evadido con cierto éxito. Y de repente se sintió torpe y absolutamente decrépito, y se sintió solo en medio de la multitud de alquiler que, con paciencia de súbdito, lo esperaba ondeando las banderitas del color de su partido y cantando un himno lleno de palabras huecas y personajes tan oscuros como él. En la vida monitoreada por su documento único de identidad decía que dentro de dos meses cumpliría 63 años, que se había graduado con notas sobresalientes de Doctor en Filosofía de la Corrupción y Uñas Acrílicas en la remota Universidad de Los Dos Lagos; que era, desde 1994, un lector ignoto y compulsivo de los trabajos de Truman Capote y de Godfrey Lowell Cabot, y que estaba conviviendo, en terceras nupcias, con Sara de las Flores Munio, con quien tenía siete hijos, los cuatro últimos sin ningún parecido a él, lo cual no allanó su felicidad de macho recio probado en los burdeles de la zona rosa de todas las capitales del mundo. Sin embargo, el aliento calcinante del pueblo le hizo saber que estaría burocráticamente muerto un día después de terminar el período legislativo para el que llegó a postularse con el escrutinio final en el bolsillo.

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