José M. Tojeira
Cuando los profetas de Israel pensaban en un mundo renovado, soñaban con armas convertidas en instrumentos de labranza. En nuestro mundo actual el liderazgo de las naciones creen necesario multiplicar el armamento a niveles cada vez más absurdos. El informe de SIPRI, una institución sueca que trabaja la paz y que investiga el armamentismo, ha mostrado un aumento récord en el gasto militar mundial : En 2024 el gasto en armas y ejército asciende a 2.7 billones (numeración europea) de dólares. Un aumento de 300.000 millones de dólares frente a los 2.4 billones gastados en 2023.
Europa por su parte se apresta a aumentar su gasto en armamento presionada por Estados Unidos, que desde finales de la segunda guerra mundial es el país con mayor inversión en armamento. El clamor de las Iglesias y de numerosos grupos pacifistas, que quisieran que una parte del gasto en armas se trasladara a la inversión solidaria en los países empobrecidos, no ha tenido eco en quienes presumen de tener el liderazgo mundial. El nacionalismo exacerbado de personalidades como el Presidente Trump de los Estados Unidos, ha influido en el desarrollo de políticas armamentistas y anti inmigrantes.
Para los católicos, que deben tomar en serio las propuestas de la doctrina social de la Iglesia, así como para las personas de buena voluntad, es importante recordar las palabras del papa Francisco en su último mensaje para la Jornada Mundial de la paz en este año 2025. Ahí pedía a las naciones que “utilicemos al menos un porcentaje fijo del dinero empleado en los armamentos para la constitución de un Fondo mundial que elimine definitivamente el hambre y facilite en los países más pobres actividades educativas también dirigidas a promover el desarrollo sostenible, contrastando el cambio climático”.
Aunque para muchos sería muy ambicioso proponer un 10% del gasto mundial en armamento dedicado al desarrollo, es importante hacer números, aunque se como ejemplo, para ver lo que significaría esa cantidad aplicada al gasto en armamento y ejércitos. La operación es sencilla; se trataría de 270.000 millones de dólares. Una cantidad que si se repartiera entre los 100 países con más dificultades económicas y con márgenes relativamente importantes de población con hambre, significaría una ayuda anual de 2.700 millones de dólares.
Los datos que damos no son una propuesta. Cómo usar esa tremenda cantidad de dinero necesitaría mucho pensamiento, organización adecuada y buena voluntad. Pero lo que es evidente es que el descuento para desarrollo de un 10 % en los gastos de armamento de todos y cada uno de los países, no los hace ni más débiles ni más pobres. Tampoco crearía una crisis económica mundial. Molestaría a lo que el antiguo presidente Eisenhower de los Estados Unidos llamaba el “complejo militar industrial” y probablemente a personas ciegas en el campo de la solidaridad. Porque en efecto, una persona que prefiera más armas en vez de menos pobreza o menos hambre, carece de la moralidad básica que exige el hecho de ser todas las personas humanas miembros de la misma especie.
O dicho en términos religiosos, ser parte de la misma dignidad y fraternidad universal de los seres humanos es más importante que la acumulación de armas. Insistir en el propio país en el recorte del presupuesto militar en favor de la lucha contra el hambre es una opción política humanitaria que sin duda trascendería las fronteras de los países que lo hicieran e iría, poco a poco, creando la posibilidad de que se convirtiera en una práctica mundial dedicada a erradicar el hambre y fomentar el desarrollo. No hacerlo solo demostraría la incapacidad de los políticos para enfrentar con racionalidad los problemas sociales, sino también el miedo a los militares y el desbordado peso que se les puede dar tanto en las democracias como en los regímenes autoritarios. Los que pensamos que una nueva civilización es posible no debemos cansarnos en el reclamo.