Raúl Palacios
(La honestidad es la virtud que supera a la corrupción) ¡Todos los políticos son iguales!
No… «No todos son iguales».
Esa frase cómoda, repetida hasta volverse consigna, no es una expresión de lucidez política sino una forma de cansancio social que renuncia a pensar.
El “todos son iguales” no analiza, no distingue, no juzga: absuelve. Y cuando absuelve sin pruebas, lo hace siempre en favor de los peores.
La corrupción del sistema es real, es histórica y persistente.
En El Salvador, como en buena parte de América Latina, la política ha estado marcada por prácticas que degradaron la función pública, convirtieron el poder en botín y normalizaron el abuso. Negarlo sería ingenuo. Pero confundir esa realidad estructural con la idea de que toda persona que participa en política es necesariamente corrupta es una falacia peligrosa y profundamente injusta.
Esa falacia fue utilizada con notable eficacia por Nayib Bukele. Su discurso inicial no fue solo anti partidario: fue antipolítico.
Al instalar la idea de que todos los partidos y todos los políticos eran lo mismo, logró presentarse como alguien ajeno al sistema, sin pasado, sin prevención ideológica, motivado únicamente por el servicio al pueblo; fue una maniobra brillante desde el punto de vista comunicacional, pero profundamente engañosa desde el punto de vista ético y político.
Porque nadie llega al ejercicio del poder sin hacer política.
Y nadie concentra poder sin desarrollar prácticas que, tarde o temprano, revelan su verdadero ADN.
Hoy, con suficiente evidencia acumulada, resulta difícil sostener la imagen de un gobernante ajeno a la corrupción cuando se observa la opacidad, el uso discrecional de recursos, el debilitamiento institucional, el nepotismo y el desprecio por los contrapesos democráticos.
El problema no es solo la corrupción en sí, sino el cinismo con que se ejerce, amparado en una narrativa que prometía exactamente lo contrario.
Sin embargo, hay una consecuencia aún más grave del discurso “todos los políticos son iguales”: destruye la referencia moral. Cuando una sociedad acepta que no existen diferencias éticas entre quienes gobiernan, termina normalizando cualquier abuso. La corrupción deja de ser escándalo y pasa a ser expectativa; y eso es el terreno ideal para el autoritarismo.
A lo largo de nuestra historia, han existido y existen personas que participan en la vida pública sin robar, sin traicionar, sin usar el poder para enriquecerse.
No suelen ser mayoría, no suelen ocupar titulares y muchas veces son marginadas, desplazadas o silenciadas; pero su existencia es real y comprobable. No son una abstracción ni una idealización romántica.
La honestidad no nace de los cargos ni de los discursos, ésta se hereda, se aprende, se cultiva. Proviene del ejemplo recibido en el hogar, de padres que enseñaron con hechos que el servicio al prójimo es un valor, que el amor al pueblo no se declama, se practica, y que la dignidad no se negocia. Esa herencia moral, invisible pero poderosa, ha sido el sostén ético de muchas personas que, aun dentro de estructuras corruptas, se negaron a cruzar ciertas líneas.
Defender la existencia de esa honestidad no es negar la corrupción del sistema, eso es exactamente lo contrario: es la única forma seria de combatirla. Porque si todos los políticos son iguales, entonces nada vale la pena.
Pero si existen diferencias, entonces existe responsabilidad, existe juicio y existe esperanza.
El discurso que equipara a todos no es neutral, beneficia siempre al corrupto profesional, al que vive del abuso, al que sabe que, diluida la culpa en el “todos”, nadie responde por nada; en cambio, castiga al honesto, al que carga con la sospecha permanente, al que no roba, pero tampoco recibe crédito moral por no hacerlo.
El Salvador no necesita más mitos salvadores ni más narrativas de excepción, necesita memoria, criterio y valentía para distinguir. Necesita recuperar la idea de que la política puede ser un espacio de servicio y no solo de saqueo.
Y necesita, sobre todo, resistirse al cinismo que nos quiere convencer de que la decencia es una rareza irrelevante.
Cuando una sociedad renuncia a distinguir entre la corrupción del sistema y la existencia de la honestidad, no se vuelve más crítica: se vuelve más vulnerable. Y esa, quizá, es la forma más silenciosa y eficaz en que el poder termina imponiéndose sin control.
«En el estanque de las sombras, donde todos parecen vestir el mismo luto, el alma íntegra es el cisne que no permite que el agua oscura profane el armiño de sus alas.»
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