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La calle-purgatorio

René Martínez Pineda *

Él lo supo desde que, ese lunes, un sabor salobre tomó posesión de su boca y sus manos empezaron a temblar como pandereta ante la efigie amenazante de una papalota de alas enormes que se posó en el techo presagiando un viaje doloroso e inevitable hacia lo indecible. Debía recorrer, en silencio y a solas, esa larga milla negra, más larga que la de los condenados a muerte, para encontrase al final del desierto con lo irremediable: el olvido del que sería objeto o el abandono de la utopía por falta de testimonios cronológicos. Una larga milla negra de diez cuadras de asfalto con memoria e historia retenida y retratada en simbólicas figuras fúnebres de mármol cagadas por los pájaros; de cemento sin afinar; de víctimas sin victimarios; de lágrimas sin confesionario. Esa calle sería su purgatorio lleno de espectros.

Son lápidas, pensó, al iniciar la penitencia por no ser quien debía ser. Y es que lápidas sin inquilinos signan su opacidad borrascosa de mártires que debe recorrer descalzo y lento, como caminando sobre vidrios, porque más que una calle es su tormento; lápidas duras con fechas lavadas por bomberos castrenses y acicaladas sin mesura por su sombra larga, calcinante y obesa que, vanidosa, se cree una avenida del primer mundo que la luna en febrero y julio se come mordida a mordida, esquina a esquina, desaparecido a desaparecido, masacre a masacre, mientras el frío de la ausencia perentoria de la utopía cruje en la mandíbula del fantasma sin óperas ni operativos del ósculo que la recorre junto a él, pero que teme penetrarla en sus recovecos húmedos y fascinantemente históricos que son retocados por diez besos impropios en la mejilla que, más que acariciar, convocan al enojo del sobreviviente y a la risa del traidor.

En esa calle que debía recorrer, como penitencia de la clorofila, siempre hay gente íntima en sus aceras para no sentirse solo, y siempre saltan de sus portales personas nuevas que lo levantan del suelo si ha caído doblegado por el calendario que no perdona. ¡Ah! Calle de mártires e indigentes que agonizando de tristeza intentan dormir a un lado de la desesperación-almohada parapetada en el puente de la memoria de la sangre o cobijados por el chispazo flatulento de somnolientas vitrinas que se burlan del salario; código binario del vahído horizonte de la catedral difuminada ante ojos doloridos que, a fuerza de bostezos, el dormitorio público reivindica con sueños colectivos sobre la libertad y el amor libre; los pericos y la marea de sus fuentes públicas son lirios colgantes; la memoria llena de olvidos es un saxofón de terciopelo que, sinuoso, promete bailes íntimos y alucinógenos y un huracán de fechas peligrosas declamadas en el oído: 30 de julio; 28 de febrero de los tugurios; 1 de mayo de él.

Al nomás poner el primer pie en esa calle supo que el clima del cuerpo de ella en la intemperie del suyo es una fornicación feroz del pedernal con el filo del corvo para reinventar el fuego en sus callejones desolados, peligrosos, fascinantes; su insigne documento de identidad es una mariposa flotando con pasos de abeja en el laberinto de asfalto que va de la Universidad al Rosales, en el que los deseos imposibles o miedosos se pierden en el humo de las fábricas-cárcel que incineran culturas.

Él, desde los 13 años, se enamoró a muerte y con muerte de esa calle anacrónica de rocas agrietadas, por voluntad propia, para darle asilo a la flor rebelde que muere esperando el último beso que jamás llega; de lirios de agua como pilas bautismales del odio; de poblaciones distantes, dispares y ambulantes lanzadas al mar de la lucha cotidiana en ropas menores para que la voz se les oiga fogosa y rota; pueblos-acuarela junto al río que devasta pieles con malos pensamientos y buenas intenciones; hospitales vocingleros en la borrachera de las iglesias de pesca que son vaciados por la contemplación del salitre; semáforos trepidando de frío entre hollín de golondrinas; titánicos peñones de basura frente a multitudes rompidas; siluetas clandestinas planificando un beso o un complot político bajo la mano mortecina de sus plazas desdentadas; filas perpetuas de peatones ciegos como hormigas deambulando bajo un olvidado farol de kerosén que insinúa la imagen de una mujer desnuda cuando está despertando; esquinas de la muerte emboscando con filoso cuchillo entre casas abandonadas por el dinero que no recuerda los amores ardientes que alimentaron sus hogueras.

La San Antonio Abad -que, por cuestiones de seguridad, se pone el pseudónimo de Mártir del 30 de Julio- como un maremoto suspendido por falta de brazos y de abrazos incondicionales; la 29 calle atiborrada de gatos anaranjados que se tardan años en devolver los maullidos y caricias; el hospital público destartalado que, con voz de medio muerto, lo llama al final de la milla negra que luce como una enorme estación de buses fragante a basura llovida porque carece de rosales prósperos; el parque Cuscatlán con la lengua cercenada por la fe pagana y el desenfreno bienaventurado de la mano excremental de las vendedoras de fritada ideológica; la fuente luminosa, mandada a poner por el imperio para festejar su dominio, naufragando en la expropiación del agua y los besos que no puede ser denunciada por los gallos; la universidad pública y el dulce separador del libro de Marx trazando la frontera entre nosotros y los otros para denunciar la propiedad privada; las humanidades y la educación popular vomitando de hastío al caer en las fauces de arenales disímiles y carroñeros que hieden a traición necia, dolosa y cobarde; la bella Nápoles a la izquierda de la calle -donde él piensa buscar refugio al terminar el recorrido por la calle-purgatorio- bellamente desnuda y bellamente bañada para sosegar el calor de las armas; el Hospital Bloom como una peregrina malvada en cuya morgue reposan los besos que ya no se darán; la Rotonda, desde 1960, es una parsimoniosa patria interina que asila las imágenes e historias prohibidas del pulgarcito que volaba en las alas de una libélula inaugural; en su largo cielo de espejo trizado por el plomo galopan los fantasmas de los potros salvajes de la dictadura y de Lady Godiva recién bañada aplastando con sus patas las púas del dolor que deambula por sus kilómetros de nostalgia en busca de la fuente de la juventud, que no existe. Al final de la calle concluyo que yo soy la aparición, yo el espectro.

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