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Fidel Castro vive en la memoria atlética de Cuba

La Habana/Prensa Latina

Nueve años después de su fallecimiento, Fidel Castro sigue dejando hoy su impronta en el deporte cubano, como si aún caminara entre canchas y estadios, guiando a Cuba con la misma obstinada fe en la victoria.

El comandante no observaba el deporte: lo vivía. Caminaba las pistas con la misma intensidad con que debatía estrategias geopolíticas y escuchaba el crujido de una jabalina en el aire como quien descifra una señal del porvenir.

Aún hoy, entrenadores veteranos recuerdan su mirada escrutadora, ese modo casi detectivesco de seguir a un adolescente anónimo y predecir en él la posibilidad de un campeón mundial.

Fue él quien concibió el deporte como un vasto tejido nacional, una telaraña de escuelas, centros, canchas y sueños; quien insistió en que cada niño debía tener la oportunidad —y la obligación moral— de competir consigo mismo.

Del impulso de su voluntad nacieron los centros de iniciación atlética y los métodos que más tarde imitarían otros países sorprendidos por la hazaña: una pequeña isla convertida en fábrica de medallas.

En el boxeo, en béisbol, en la lucha, en el voleibol, en la pista y el tatami, Cuba empezó a ganar como si respondiera a un desafío personal del propio Fidel.

Él comprendió temprano que la gloria deportiva tenía un poder diplomático tan grande como la palabra, y que la disciplina podía convertirse en una forma de alfabetización cívica. Por eso el país entero se transformó en un laboratorio donde la constancia era más sagrada que el talento.

Ahora, en este noviembre que vuelve a recordarlo, los gimnasios humildes conservan ecos de su voz. En la respiración entrecortada de los jóvenes que entrenan al amanecer, en el cronómetro gastado que marca sueños, en el profesor que repite que “la voluntad es medalla”, hay un rastro inconfundible de su legado.

Nueve años después, Fidel Castro sigue siendo una presencia que no necesita monumentos: su memoria está en la columna vertebral del movimiento deportivo cubano, en esa mezcla de terquedad, fe y disciplina que convirtió la rebeldía de una isla en músculo, en victoria y en destino.

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